Tras la elección de un nuevo comité de empresa, los autobuses urbanos de Zaragoza han vuelto a la huelga. Los trabajadores han iniciado un amplio calendario de movilizaciones que se prolongará hasta el 30 de junio, en semanas alternas y en tres franjas horarias, de 60 minutos cada una, lo que todavía complica más a los ciudadanos la utilización de este servicio público que para muchos es esencial. Con catorce meses de conflicto laboral, esta huelga es ya la más larga de la historia de la concesión. Ello debería hacer reflexionar sobre la necesidad de ensayar nuevas vías de negociación. Los representantes de los trabajadores no deben seguir utilizando a los usuarios, menos aún en estos momentos en que la inflación está castigando el poder adquisitivo de todos los ciudadanos.

En el centro del conflicto está la negociación del convenio colectivo y sus condiciones salariales. Para los trabajadores, la propuesta de la empresa está «lejos de ser seria». La concesionaria sostiene que ofrece «importantes mejoras económicas y organizativas». Lo cierto es que, si bien la huelga es un derecho, cuando se extiende durante tanto tiempo y afecta a un servicio público esencial, su legitimidad resulta muy discutible.

La huelga maltrata por doble vía al ciudadano. Como contribuyente, presumiblemente caerá sobre sus espaldas la financiación de esa demanda salarial, que irá a engrosar el capítulo de pérdidas subvencionadas por las arcas municipales. Como usuario, debe soportar en la indefensión más absoluta las incomodidades de un servicio que se financia a costa de su bolsillo. La Constitución reconoce «el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses», pero especialmente en los servicios públicos debe utilizarse con la máxima prudencia porque erosiona otros derechos igualmente legítimos de todos los ciudadanos.