Por
  • David Serrano-Dolader

Cabizbajo

Un refugiado ucraniano se despide de su familia mientras el tren se prepara para partir.
Cabizbajo
Matthew Hatcher

Semana Santa que tiene mucho más de semana que de santa, excelencia en las aulas que tiene bastante más de colador que de seleccionador, presión impositiva que presiona a los que más sienten la presión, inflación galopante que no hay bridas que refrenen, cultura de la paz abocada a la barbarie de la matanza: primavera invernal, otoño veraniego, invierno primaveral, verano otoñal. 

Así vamos, ¡y vamos mal! ¿Razones para el optimismo? Pocas, frágiles y escurridizas. Ese padre que, en Ucrania, apoya su mano en la ventanilla exterior del tren para chocarla -cristal por medio- con la manita de su hijo, que parte hacia ningún sitio conocido mientras papá se encamina hacia todos los horrores desconocidos. ¿Metáfora? Ni tan siquiera: ¡realidad, vida… o muerte, más bien!

Sabemos cómo debería ser la realidad, pero la realidad no lo sabe y nosotros somos incapaces de ayudarla a dar pasos bien orientados. En cada cruce de caminos, el mundo parece elegir la senda equivocada. Cada metro, el precipicio se nos acerca; y, a pesar de ello, nosotros mismos aceleramos el paso con una inconciencia alocada, caótica, suicida.

No es ya la bizantina discusión de la botella medio vacía o medio llena; es que la botella es opaca, inaccesible, lejana. Y, cuando la tiremos, será en el contenedor de plástico aunque sea de vidrio: solo para fastidiar, únicamente para reivindicar nuestra impotencia, pataleo del artista antes de meter la cabeza en la boca del león.

Como diría el loco: en abril, disgustos mil.

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