Por
  • Víctor Juan

Me gusta tanto vivir

Me gusta tanto vivir
Me gusta tanto vivir
Pixabay

Suelo decir que el tiempo que va de primeros de marzo a finales de junio es la época del año en la que me siento renacer, como si la primavera también se extendiera dentro de mí y me hiciera vivirlo todo de otra manera. 

También me gustan los días largos del verano y las luces del amanecer en cualquier estación. Otras veces pienso que las semanas que transcurren entre cosechas, de la virgen del Carmen a la virgen de agosto son, cada año, los días más felices de mi vida. Me gustan los días amables que nos regala el otoño, con esa prórroga siempre extraordinaria que es el veranillo de san Martín, cuando el sol tiñe las tardes de ocre y, al atravesar el parque de Huesca para llegar a la antigua Escuela de Magisterio, camino pisando las hojas que han dejado caer los árboles. Me recuerdo feliz los días que la niebla cubre la ciudad con su manto protector. Y pongo mucha atención al escuchar la sinfonía de las tronadas en las que un anónimo director de orquesta les pide a las nubes que rujan, ahora vibrante, ahora ‘pizzicato’ o ‘allegro, ma non troppo’. Me sienta bien el frío rotundo, estremecedor, de los días luminosos de invierno. Me gusta ver llover y aspirar el olor de la tierra mojada y que el agua limpie el cielo y el suelo. Me gusta desafiar al cierzo que, agazapado, me apabila cuando me sorprende al doblar cualquier esquina. Me gusta que la vida transcurra entre lo previsible y lo inesperado. Lo que realmente ocurre es que me gusta tanto vivir que siempre me vendrá muy mal morirme.

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