Por
  • Luisa Miñana

Malditos

​Varias personas caminan en Mariúpol junto a un edificio destrozado por las fuerzas rusas
Malditos.
REUTERS

Hace unos días he pasado (una vez más) algunas horas en un hospital de Zaragoza, echando una mano en el cuidado de mi sobrino Daniel. 

Además de otras vicisitudes, que siempre reaparecen, a causa de la inadaptación de las condiciones de habitabilidad de los hospitales a las personas con discapacidades, y también de la inexistencia de un protocolo que tenga en cuenta sus necesidades, he experimentado un cierto sufrimiento moral (aunque no tenga derecho a ello) pensando en lo que sería la estancia hospitalaria bajo la amenaza de las bombas o los misiles. Terror. He pensado en Ucrania, en Siria, por ejemplo, y hubiera podido ir mucho más allá en mi pensamiento, claro. Pensar también puede doler. Pero sólo es pensar.

Las bombas caen lejos del pensamiento, si los cuerpos están a salvo. Y el pensamiento tiende a refugiarse en su propia negación y en la negación de los hechos, cuando estos son tan dolorosos y atroces, que sobrepasan cualquier posibilidad aceptable de explicación lógica, aunque no sea justa. No hay razones justas para la guerra. Jamás, nunca. Jamás.

También puede el pensamiento, cuando los hechos duelen tanto que ni para el pensamiento queda sitio en el cuerpo, empujarnos a intentar contener el desorden y el caos que estalla siempre con la violencia. Necesitamos recomponer nuestro mundo en lo posible. La solidaridad es un impulso de empática generosidad, pero también es terapéutica. Y también es una elección política. De política real, a ras de vida, como estamos viendo estas semanas ocupadas en primer plano por la guerra en Ucrania, que concierne ética y políticamente a toda Europa, que compromete los valores culturales y humanos de dignidad, libertad y respeto a la vida.

La guerra cuadra, a la fuerza, pesadas contradicciones. También deja en evidencia de golpe y brutalmente todas las inoperantes y cínicas razones históricas y geoestratégicas de los poderosos. Cierto es que este cinismo de la geopolítica y del equilibrio económico solo es posible porque los ciudadanos lo aceptamos. Lo hicimos con otras guerras que ya nos interpelaban mucho más de lo que quisimos reconocer: Chechenia, Georgia, Siria o el mismo conflicto en el Donbás. Posiblemente esta indiferencia no tenga como causa única la tendencia de las sociedades y de los individuos a resguardar nuestra zona de confort. Europa occidental nunca se ha interesado demasiado por las cosas del oriente continental. Y para empeorarlo, los largos años de la Guerra Fría y el Telón de Acero extendieron la oscuridad también sobre buena parte de Centroeuropa. Quizás, tras la descomposición de la URSS, los europeos todos debimos emplearnos más en recomponer nuestra propia historia interna y no acurrucarnos tanto bajo las seductoras alas de la OTAN. Pero, no sé, yo no tengo ni idea de geoestrategia ni de equilibrios de bloques. Solo pienso. Acaso ni así hubiéramos conseguido un equilibrio estable de fuerzas en Europa. Un dictador bajito y de mediocre personalidad, ambicioso y revanchista, siempre ha sido un peligro inconmensurable.

Las imágenes en primer plano de la vida de los ucranianos bajo las bombas o la amenaza de las bombas, grabadas muchas veces por ellos mismos y difundidas a través de las redes sociales, conviven hora a hora con nuestra propia misma vida de siempre. Los vemos huir de esa vida suya, que fue tan parecida a la nuestra, de un día para otro, sin que exista realmente ninguna razón para ello. Los vemos morir bajo los escombros de sus casas, de sus hospitales, de sus teatros, de sus escuelas, en sus plazas. Y sentimos su desgracia próxima, de una manera que no quisimos (o no supimos) sentir la de otros, porque de alguna manera creemos que esa terrible e injustificada desgracia de ahora es consecuencia, no solo de la tiranía insufrible de un gran homicida, sino también de los deberes no hechos por todos nosotros durante décadas. Y porque sentimos que su desgracia es la última frontera antes de nuestra propia posible desgracia.

Pero, yo solo pienso. Y lo único que sé es que no hay razón histórica, estratégica, ni siquiera puramente humana, que justifique una guerra, cualquiera que sea. Como gritó Lorca: la navaja, la navaja … malditas sean todas y el bribón que las inventó. Multiplico mi maldición tanto como requiera la distancia entre aquella navaja y el misil hipersónico o nuclear. Malditos.

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