Por
  • Carmen Herrando Cugota

Barbarie y realidad

Evacuación entre escombros en Kiev.
Barbarie y realidad.
Servici

Estamos desconcertados. 

En plena etapa de desarrollo de los derechos humanos, está sucediendo lo más inesperado y torna el lenguaje de la fuerza, que nos deja perplejos y sin palabras. A pesar de tantos desiderátums de buena convivencia y armonía entre los pueblos, en esta Europa que parece haber renunciado a los valores que la erigieron como civilización, triunfa la barbarie, y los hechos muestran esta cruda realidad, sean las que sean las razones que la han promovido: un Estado agresor, el Estado ruso –no el pueblo ruso–, y un Estado agredido; solo que, en este caso, lo más aterrador es que la agresión cae a plomo –y de qué manera– sobre el pueblo ucraniano.

Acerca de la barbarie, se pensaba a comienzos del siglo XX que, bien por efecto del gran poder de la técnica o por una suerte de decadencia moral, se entraría en un periodo de mayor agresividad que en otros momentos históricos; el terrible siglo XX confirmó esta hipótesis. Pero también se sostuvo la creencia contraria, igualmente generalizada desde finales del XIX hasta el inicio de la Gran Guerra: que en la humanidad llamada civilizada se produciría una disminución progresiva de la barbarie, y en eso parecía que andábamos desde el final de la Segunda Guerra Mundial y la llamada Guerra Fría. Sin embargo, mirando la historia, constatamos que ambos planteamientos sobre la barbarie no corresponden a la realidad, verdadero referente moral del que no habría que separarse. Como sugiere Simone Weil pensando sobre el tema, basta abrir cualquier texto antiguo (Homero, la Biblia, César, Plutarco…) para comprender que la barbarie convive con los seres humanos desde que el mundo es mundo, porque forma parte de la naturaleza humana; que rebrota cíclicamente según el juego de las circunstancias. Pero lo que con más contundencia afirmará la pensadora francesa es que siempre se es bárbaro con los débiles, a excepción de quienes hacen acopio de generosidad, un valor que para esta autora es muy raro hallar en las personas o en los pueblos.

Como volvemos a ver en Ucrania, en la condición humana reaparece una y otra vez la barbarie

Esta guerra desconcertante podría tener una virtud –si se puede hablar de virtud en un contexto desolador que está causando tantísimos muertos y refugiados–: la de poner a los habitantes de Europa, y ojalá a la humanidad entera, ante la realidad de la condición humana, para no perder de vista que, como decía Pascal, no siendo ni ángeles ni bestias, con frecuencia, queriendo hacer el ángel, surge la bestia. Lo que invita a no fiarnos de nosotros mismos, pero insta al mismo tiempo a guardar intacta la esperanza en la humanidad, pues prescindir del horizonte de la esperanza siempre engendra mayor deshumanización dados los estrechos vínculos entre esperanza y vida.

Nuestra maltrecha civilización ha descuidado valores esenciales que tomaron cuerpo en una tradición edificada sobre los pilares de Atenas, Roma y Jerusalén, y se ha doblegado ante poderes sibilinos que pretenden transmutar esos valores por otros, cacareados estos últimos desde el discurso uniforme de la corrección política. Y, por más que los nuevos ‘valores’ traten de conservar un rostro humano, están preñados de ideologías que, en el fondo, prescinden de la voluntad de cultivar lo que verdaderamente nos humaniza.

Pero no debemos perder la esperanza. Hay que regresar a los valores esenciales,
arraigados en la civilización, que nos hacen plenamente humanos

Hablar de la política como servicio, o pensar en favorecer entre los ciudadanos el cultivo del pensamiento y la vida interior no es una utopía, sino la base para construir desde las ruinas que ya se empiezan a amontonar en Europa. No es una recomendación absurda en tiempos de desconcierto. Para lograrla, serían necesarios cambios sustanciales en las orientaciones políticas, como tomarse en serio de una vez los planes de educación, para velar de verdad por los jóvenes y prestarles la atención requerida. Si no, Europa ya no albergará ciudadanos con arraigo, atentos a los demás y respetuosos con todos, amantes de esa libertad que únicamente parece apreciarse de boquilla.

Estamos entrando en un periodo oscuro, que probablemente se alargará. Si no ponemos empeño en cultivar con denuedo nuestras propias raíces, es posible que vayamos hacia una catástrofe demoledora. Lo sabemos, pero ni políticos ni ciudadanos de a pie hacemos gran cosa para poner remedio; seguimos, al contrario, promoviendo valores ‘descafeinados’ que nos vienen impuestos y que no alientan el reconocimiento del ser humano como valor supremo, ni su entrañada vocación de edificar personas y sociedades libres.

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