Mientras el ejército ruso acelera el asedio a Kiev y asfixia la estratégica ciudad portuaria de Mariúpol, tras fracasar la evacuación de civiles, la ONU ha cifrado en 1,5 millones los refugiados ucranianos que han cruzado a los países vecinos en los diez primeros días de la invasión rusa. El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) lo ha definido como el éxodo de más rápido crecimiento en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. La tragedia desatada por los retrógrados anhelos imperialistas del Kremlin ha abierto un frente humanitario no menos preocupante que el militar. No obstante, la reacción de los ciudadanos europeos y de sus gobiernos está a la altura del desafío lanzado por Putin. La voluntad de acogida engrandece el proyecto de la UE, que es y debe ser antes que cualquier otra cosa una idea moral de convivencia.

Tras una conversación con el presidente turco, el líder ruso ha reiterado que no tiene intención de frenar la ofensiva y ha asegurado que solo detendrá sus operaciones militares si Ucrania deja de combatir y se aceptan las exigencias de Moscú. Cuando ya se cumple una semana y media de invasión, ha quedado claro que Putin podrá doblegar a Ucrania, pero no sin ataques indiscriminados con gran número de víctimas civiles.

El cínico argumentario con el que el Kremlin ha invadido un país soberano y democrático ha suscitado ya un amplísimo rechazo internacional, que convierte a Rusia en un Estado paria, además de diezmar el relato de Moscú. La intensificación de la ofensiva, hasta aplastar a sangre y fuego cualquier resistencia y aumentar el número de personas que huyen hacia Occidente, no mejorará la reputación de Putin. Por el contrario, haber generado la crisis de refugiados que crece más rápido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial lo aísla aún más en el escenario internacional.