Por
  • Víctor Juan

Bipadre

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Pixabay

A menudo los hijos se nos parecen, como canta Serrat, o no se nos parecen en nada.

Siempre hemos de aprender a quererlos como son y no como nosotros quisiéramos que fueran. Soy dos veces padre, porque somos siempre padres distintos para cada uno de nuestros hijos, y yo tengo dos, Blanca y Guillermo. Cumplieron años la semana pasada. Nacieron el mismo día de febrero, con tres años de diferencia. A los dos los quiero infinitamente. Ni tengo el corazón dividido ni tengo nada que repartir. Los quiero, cada vez, con todo mi amor.

Hace treinta años, Elisa solo tenía cuatro y, sin pretenderlo, me enseñó qué es ser padre. Una mañana hicimos juntos el recorrido desde el puente de Santiago hasta el Colegio Público Hermanos Marx en el que ella, como niña de infantil y yo, como maestro, intentábamos entender el mundo. Ella iba en el Seat Panda blanco de Ana Malo, su madre y secretaria del Centro, y yo detrás, en mi viejo Renault. A veces se asomaba por la luna trasera, me miraba y sonreía. Al llegar a la escuela Ana me dijo que su hija le había preguntado que dónde vivía yo y con quién vivía y que cuando le explicó que yo vivía con mi madre, Elisa, extrañada, exclamó: "¡Pero aún es hijo!". Sí, yo era hijo. Entonces no sabía que somos hijos hasta que nos hacemos padres. Ser hijo es un estado pasajero. Sin embargo, somos padres para siempre. Aunque nuestros hijos crezcan y sean –como deseamos– más buenos, más fuertes y más sabios que nosotros. Aunque no nos necesiten. Aunque, a veces, no los veamos mucho. Somos padres para siempre.

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