Banca digital

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Heraldo

He de reconocer que en estos dos últimos meses he caído, por así decirlo, del guindo.

Empezó una mañana que necesitaba sacar dinero en efectivo. La tarjeta de débito con la que habitualmente acudo al cajero más próximo no funcionaba. Y la tarjeta alternativa de crédito descubrí que tampoco servía para la ocasión. El límite establecido, que en su día debí aceptar, me impedía sacar los billetes necesarios. Así me encontré sin nada en la cartera y con un par de gestiones que resolver donde necesitaba dinero en efectivo.

Ante la situación, acudí a la oficina correspondiente donde he ido durante los últimos años. Y me di de bruces con otra realidad. Estaba cerrada. Olvidé que con el proceso de fusión esa oficina, la mía ‘habitual’, estaba en la lista de las eliminadas. ¡No quedaba ni el cajero de la fachada! Con un papel cochambroso indicaban algo así como "les atenderemos en…". Corriendo conseguí llegar a esa otra dirección. De repente me encontré desubicado. Estaba en un sitio que más que una sucursal bancaria parecía una cafetería posmoderna. Mucho diseño, sofás, pantallas, pocos empleados, poco público. Eso sí, una ventaja, un horario continuado que no cierra al mediodía. Por suerte, como no había ningún otro cliente, pese a no tener cita previa, un ‘amable’ empleado me atendió.

Los servicios a través de internet, como la banca electrónica, pueden resultar muy cómodos; así que muchos nos hemos acostumbrado y hemos dejado que el proceso de digitalización avance de manera deshumanizada

Ahí experimenté una vieja sensación –paradójica por otra parte–, pues lejos de aquello de ‘el cliente siempre tienen la razón’, me estaban dando un repaso. Primero por no estar al tanto del cambio. Segundo, por no haber pedido cita. Tercero, por mis prisas y falta de previsión. Cuarto, porque no funcionaba la tarjeta. Quinto, porque como cliente era yo quien debía saber que ya no tenían servicio de retirada de efectivo. Sexto, porque debía tener un móvil a mano si quería resolver el asunto.

Era algo surrealista. Estaba en una entidad financiera sin dinero para atender a clientes. Tal como me explicó, ya no tienen efectivo, salvo que se avise con tiempo. Eso sí, están disponibles dos máquinas para hacer esa gestión. Pese a tener mi DNI en la mano, comprobada mi identidad y constatada la disponibilidad en la cuenta corriente, por no sé qué ‘causalidad’ informática y no sé qué protocolo de seguridad, ese ‘amable’ empleado no me dio el dinero en mano que necesitaba. Tenía que utilizar una moderna maquineta, pero esta no funcionaba si no introducía un pin que acababan de enviar al teléfono móvil asociado a la cuenta. Así que ajo y agua. El ‘amable’ me conminó a buscar el móvil correspondiente para poder solventar el tema.

Según ese ‘gestor personal’ o como lo llamen, así son las cosas. Por seguridad. O tenía un número de teléfono o no podía ser. No entraré en los detalles. Pese a que argumenté que no tienen por qué ‘obligarme’ a tener en mi bolsillo un móvil, me dejó claro que si quería algo ya sabía por dónde estaba la puerta. Con una buena dosis de frustración en sangre tuve que resignarme a ir a por el teléfono a casa. Salí toreado, con unas cuantas banderillas bien clavadas. Desde entonces llevo en mente cambiar de entidad.

Ahora sufrimos las consecuencias

Esa anécdota es un síntoma de cómo está el sistema, cada vez menos oficinas para atender personalmente, con menos empleados y con menos servicios. El problema es ¿a dónde ir?, ¿en quién confiar? No está fácil. Hemos dejado que la digitalización se haya implantado de una manera muy poco ‘humanizada’ y no parece que el horizonte sea mejor. En el fondo, si uno se para a pensar, al menos en lo que a mí me toca, esto pasa porque en los últimos años apenas he pasado por la oficina. La mayor parte de las gestiones se pueden resolver por internet. Esto de la banca electrónica ha sido una comodidad para muchas cosas. Y ciertamente, ha facilitado gestiones, evitado desplazamientos e incluso, cabe decir, cambiado las pautas de comportamiento y las condiciones de contorno. Pero con este cambio quien tiene la sartén por el mango lleva el agua a su molino. Ahora ya no se puede ni saludar a los empleados, han sido jubilados y, si hay, no son conocidos. A mí solo me quedan un par de personas en quien confiar, pero no por la empresa si no por ellos, a quienes puedo llamar cuando tengo una duda e incluso quedar para hablar cara a cara. Lo demás pinta muy mal.

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