Por
  • Fernando Sanmartín

Instantes con Guinda

El poeta zaragozano Ángel Guinda.
El poeta zaragozano Ángel Guinda.
Enrique Cidoncha / HERALDO

Era un ángel, un demonio y un poeta magnífico. 

Eso era Ángel Guinda, alguien que siempre supo, siempre, dónde se encuentran la ternura y los laberintos. Y quizá por saber eso, que no todo el mundo sabe, fue un poeta maldito que bebía para destrozarse, lo bebía todo, a litros, hasta que abdicó del malditismo y se convirtió en un dandi entrañable, aunque algunas sombras llamaban a su puerta como si fueran un cartero y él no les abría nunca.

La muerte de una persona que apreciamos, sucede con frecuencia, reflota instantes, nos muestra un álbum de recuerdos. Me ocurre ahora con Ángel Guinda, quien una vez me dijo que "la poesía es una pregunta a todas las respuestas"; y años más tarde, en la Feria del Libro de Jaca, también me dijo, antes de reírse y con un copazo en la mano, que "la bolsa de basura es nuestra biografía". Y en ese álbum lo veo recitando en el monasterio de Veruela, donde lo escuché como el que contempla un trasatlántico. Y lo veo en el teatro del Mercado y en el Ángel azul, donde nos contaba cómo se coló en un pabellón de Casetas, acordonado por un falso aviso de bomba, y en el escenario, sin público, completamente solo, recitó un poema contra Pinochet. Y lo veo en la vieja estación del Portillo, de madrugada, una noche fría, en la que los dos subíamos a un tren y él escribió en mi billete: "No mires lo que ves sino lo que te ciega".

Fue subversivo y honesto, lúcido y luminoso, bailaba tangos con la vida, ayudó a los poetas jóvenes y usó la amistad como el lugar donde uno se protege frente a lo nocivo. Por eso escribió que "morir es no volver", "no regresar a casa nunca más". Y tiene razón. Pero sabemos de memoria sus versos, nos ocurre a muchos. Y eso es quedarse.

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