Por
  • Katia Fach

Calistenia

Parque de Calistenia en Valdespartera.
Calistenia.
Heraldo

Los buenos propósitos de año nuevo a veces se nos van de las manos. 

Eso debió de pensar la mujer de mi vecino, no exenta de remordimientos, al ver que Mariano se iba andando todo ufano al parque. "Mejor habría sido el curso de ‘lettering’ o el jamón NFT que decía mi nuera", parecía leerse en los labios fruncidos de Josefa.

Gracias a que Francho le había descargado Telegram, el vecino se había podido citar en el parque con un ‘desconocide’, como lo había denominado su hijo pequeño. "Papá, a ver si te acostumbras ya al lenguaje no binario", le había recriminado el benjamín de la familia. Embutido en su antigua equipación de fútbol, Mariano, antes de salir de casa, se había echado a la riñonera el código QR que había encontrado debajo del árbol de Navidad. El chorretón de espray con el que Josefa había desinfectado el papel había borrado parte del código, pero aún se podía leer perfectamente lo que Papá Noel había escrito debajo con boli rojo: "Calistenia en el Parque Grande".

Mariano no tenía ni la más mínima idea de lo que era calistenia, pero no había querido preguntárselo a su familia. A ciertas edades, es bonito que la vida te sorprenda. Así que el vecino había salido de casa con paso firme y la cabeza bien alta, avisando de que él se encargaría de comprar el pan cuando volviese del parque. Calistenia bien podía ser el nombre, de reminiscencias helénicas, de la encargada del quiosco de alquiler de bicicletas. Mariano aún tenía clavada la espinita de no haber aprendido a ir en bici pese a haber pasado todos los veranos de su niñez en el pueblo de sus padres. En verdad, a Mariano lo de calistenia le sonaba más bien como a una fiesta tropical, con amigos bailando el limbo y llevando camisas ‘vintage’. Sin embargo, el sentido común le hacía concluir que era muy improbable que su familia le hubiese organizado una fiesta sorpresa en el Parque Labordeta a mitad de enero. "Con o sin calistenia, a ver si pronto podemos celebrar mi 60 cumpleaños sin mascarilla", masculló Mariano, "que ya toca".

Mientras se acercaba al punto de encuentro con el ‘extrañe’, el buen ánimo de Mariano comenzaba a reblar. "No vaya a ser que esto de la calistenia sea un chandrío, porque desde que Josefa se ha abierto cuenta en Tik Tok tiene unas ideas muy raras". Nada más llegar al monumento a Doctor Cerrada, Mariano fue abordado por un mozo fornido y sonriente, quien se presentó como Rony Workout. Sin dar tiempo a cháchara alguna, Rony comenzó a correr rampa abajo, animando a Mariano a que le siguiese. Ambos llegaron a una zona del parque nunca hollada por el vecino, en la que sobre un suelo arenoso se erguía una estructura de barras metálicas de una respetable altura.

Mariano, aún resollante, oyó cómo Rony pronunciaba con boato la palabra calistenia y, acto seguido, le vio encaramarse con una agilidad pasmosa a una de las barras. A partir de ese momento, el vecino disfrutó de un auténtico espectáculo a cámara lenta. Rony, cuya musculatura parecía crecer por segundos, controlaba por completo su cuerpo, haciendo unos ejercicios complejísimos de una forma extremadamente pausada. Su cuerpo se ondulaba, crecía, se encogía; sin que su cara mostrase signo alguno de dolor. "La calistenia es un entrenamiento que se hace con el propio peso corporal", dijo Rony como quien no quiere la cosa, tras ejecutar un aterrizaje perfecto junto a Mariano.

Mi vecino, aparte de la cañada, compró torrijas en la panadería del barrio. Allí se encontró al señor Isidro y a su cuidador, quien empujaba con cierta dificultad la silla del anciano. "Qué pena", pensó Mariano, "con lo que ha sido este hombre… siempre voluntario para presidir la comunidad de vecinos, siempre desviviéndose por sus hijos…".

En la comida familiar, Mariano respondió con evidentes evasivas a cómo había ido su primera clase con Rony y, mientras le hincaba el diente a una torrija, se permitió sugerir que tal vez Papá Noel podría haber errado en el reparto de regalos, dado que Francho había encontrado en su zapato un bono para clases de taichí.

A la hora de la siesta, Mariano no fue capaz de conciliar el sueño. Le parecía increíble que mundos hasta entonces desconocidos para él, como el de la calistenia, en realidad solo estuviesen a un paseo de distancia de su casa. Pensando en el señor Isidro y en otros octogenarios del edificio, mi vecino concluyó que ellos también eran auténticos maestros de la calistenia. Seguían resistiendo, dignos y sabios, incluso pese al peso de su propio cuerpo.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión