Pujol, qué olvidadizo

Foto de archivo de Jordi Pujol
Foto de archivo de Jordi Pujol
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La historia que sigue sobre Lluís Nicolau D’Olwer sirve para enjuiciar cuán viejo y ciego es el nacionalismo y, en particular, un reciente desahogo periodístico de Jordi Pujol, que no sabe estarse quieto.

Nicolau fue un gran estudioso y político catalán. La II República, en 1931, lo nombró ministro de Economía y presidió la delegación española en la Conferencia Económica Mundial de Londres, sin dejar la cátedra barcelonesa. Intervino en la redacción de la Constitución de 1931 y del ulterior Estatuto de Autonomía de Cataluña. En el aciago año de 1936, durante el gobierno de Manuel Azaña, aceptó de nuevo la cartera de Economía y el relevante puesto de gobernador del Banco de España. En 1939 se exilió a Ginebra, a París, a Burdeos –donde fue preso por los ocupantes nazis, de lo que lo libró su futura esposa, la delegada del Gobierno mejicano, Palma Guillén–, de modo que acabó en aquel país, en el que fue embajador de la República en el exilio. Allí murió en 1961.

Políglota y de amplia cultura, cubrió campos como la historia de la América hispana o de la cultura francesa. Cursó dos carreras (Letras y Derecho), sabía griego antiguo y se doctoró en Madrid con una tesis sobre el comediógrafo ateniense Menandro.

Con poco más de veinte años, era profesor universitario de actividad muy diversa: enseñaba griego a los futuros bibliotecarios y latín a los estudiantes de su cátedra en Barcelona, además de colaborar con el Instituto Francés. Esta tarea le valió, en 1922, la Legión de Honor, prestigiosa condecoración de estado creada por Napoleón Bonaparte y que la República Francesa sigue manteniendo como distinción principal a personas nacionales o extranjeras por sus servicios a Francia.

El joven Nicolau se mudó a Suiza tras el golpe de estado de Primo de Rivera, en 1923, pues había participado en la creación del partido nacionalista ‘Acció Catalana’. En esos años viajó a Sicilia, para conocer los escenarios en que nació la gesta de los almogávares, ejecutores de pasmosas acciones guerreras, en ocasiones feroces y sanguinarias, de la que se prendó. En 1926 publicó un amplio extracto de la apasionante crónica que escribió uno de ellos, hombre de guerra y de pluma, llamado Ramón Muntaner.

Pues, bien: un hombre de estas prendas y sensibilidad, cuando editó al cronista almogávar, extractado inteligentemente en un lindo librito (una edición de bolsillo de 11 x 17 cm y 232 páginas), optó por inventar un título para la obra que no figuraba en ella: ‘Expedició dels catalans a Orient’. Escogió, así, eliminar a Aragón y a los aragoneses y rehusó emplear el término obviamente más ajustado: expedición ‘de los almogávares’. Y no solo. Escribió una introducción de seis páginas en la que mencionó a Cataluña y Barcelona, Mallorca, Menorca e Ibiza, a Sicilia, Valencia, Túnez, Grecia, Tracia, Macedonia, Anatolia... Pero nada de Aragón ni de los aragoneses. Inexistentes.

Al contrario que Muntaner. Este, ya en la primera página de su relato sí que mencionó a ambos, por decoro: «Vos he a parlar d’un valent hom, car los afers seus foren fets molt maravelloses e de gran cosa e qui tots són reputats, e deven ésser, al casal d’Aragon (...) Grandes meravelles e grans victòries que catalans e aragoneses han haüdes en Romania». A lo largo de la obra, el narrador almogávar reiteró esas menciones.

El nacionalista parte de un sentimiento de lo nacional como el que muchas personas tienen, pero le añade una exacerbación mórbida, una irritación insana y ofuscadora

Desmemoria de Pujol

La ceguera nacionalista afecta incluso a talentos refinados como el de Nicolau y le hace renegar, con omisión culposa, del ánimo del propio Muntaner: los hechos maravillosos y memorables que promovió Roger de Flor (de él se trata), forman, y deben formar, parte de la historia de la Casa de Aragón, contándose entre ellos grandes victorias que catalanes y aragoneses tuvieron en Romania (Bizancio). Eso dice el cronista. Para el cegado, es ocioso que se reiteren nombres y contingentes de aragoneses, o que se diga que combatieron «con una senyera reial del senyor rei d’Aragon», que una galera se llamaba ‘Española’ y, así, unas cuantas cosas más. Son datos sobrantes para el nacionalista catalán que ni de pasada quiso evocarlas en su prefacio. Ceguera voluntaria.

Si todo ello se lee en un trabajo de alguien refinado como Nicolau, imaginen a qué extremos puede llegar la ruda astucia de Jordi Pujol. Hace siete días ha denunciado que la lengua catalana es atacada por el Estado, pues poderosos enemigos de lo catalán han anidado en él para acorralarla y quién sabe si extinguirla, tras crear un clima general contra Cataluña. Para mayor aflicción, trae (por los pelos) una anécdota de Francisco Tomás y Valiente, asesinado por el nacionalismo etarra, cuyas opiniones fuerza, como si el ilustre jurista compartiese la objeción de Pujol a que pueda estudiarse en español, así fuera el mínimo legal de la cuarta parte, en las escuelas catalanas.

Calla el fin político que persigue hace treinta años con la exclusión del castellano. ¿Ha olvidado ya su secreto ‘Plan 2000’, trazado en 1990? ¿O es pura desvergüenza?

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