Nuestro propio G8

Reunión de ocho presidentes de comunidades, entre ellos el aragonés Javier Lambán, en Santiago de Compostela.
'Nuestro propio G8'
DGA

Desde el pasado martes, hay un nuevo operador en la política española. Es nuestro propio G8. 

Nada tiene que ver con el por todos conocido, que reúne a los ocho países más poderosos de la tierra. El nuestro lo constituyen esas ocho comunidades autónomas gobernadas por equipos de distinta orientación política que han elevado a la mayoría de edad la ‘Declaración de Zaragoza’ de 2018.

Si entonces fueron seis autonomías las que se aliaron en defensa de una financiación autonómica justa: Aragón, las dos Castillas, Galicia, La Rioja y Asturias, ahora se han sumado Cantabria y Extemadura. En su reunión en Santiago de Compostela, las ocho se han reivindicado como referentes en la búsqueda de respuestas a los problemas que identifican al 62% del territorio del país, y donde apenas vive el 24% de la población española.

Sus presidentes rubricaban el documento ‘Foro Santiago: Camino de Consenso’, que contiene 35 medidas, entre las que destacan recibir y gestionar ayudas de los Fondos de la Unión Europea, una financiación más justa que sufrague el coste de los servicios y un fondo extra que palíe los efectos de la emergencia demográfica.

Suman muchas demandas más, algunas incluso demasiado intangibles, pero cuentan con el paraguas de la más relevante: presentarse como un grupo que, como reiteraron, sin frentismos y desde las lealtad institucional, tiene vocación de ser escuchado en la toma de decisiones del futuro del país.

Si España tiene varios tratos económicos diferentes –por supuesto el de vascos y navarros, cada uno a su manera, o los regímenes insulares, más el que obtienen aquellos que otorgan o quitan gobiernos–, tiempo es de que los territorios ahora agrupados sean invitados por derecho en la mesa donde se decida la asignación de recursos justos para todos.

Ya que ninguna directriz política conseguirá que la gente viva donde no quiere,
al menos que quien quiera vivir y pervivir en territorios despoblados
y difíciles no se sienta, como hasta ahora, ciudadano de segunda

La articulación del G8, de la que el presidente aragonés ha sido auténtica punta de lanza, puede suponer el paso de las lamentaciones a la acción y que los partidos mayoritarios encaucen el sentimiento de agravio que sienten las zonas más despobladas de España y busquen respuestas conjuntas y específicas.

A nadie se le escapa que la posible creación de una alianza electoral en esos territorios, siguiendo la estela de Teruel Existe, ha provocado que, de recelar de esa reunión de autonomías, los estados mayores de PSOE y PP hayan tomado consciencia de su oportunidad. Al fin. La emergencia demográfica por la caída de la natalidad y el envejecimiento, la necesidad de que haya unos precios justos en el sector agroganadero y unas infraestructuras tecnológicas competitivas son asuntos pendientes evidentes, que necesitan tratamiento diferenciado. Y la inquietud ante una nueva competencia electoral siempre es una palanca.

Bienvenido sea ese efecto indirecto de las fuerzas políticas emergentes, surgidas al calor de ese sentimiento generalizado e histórico de agravio. Seguramente, al final, cada singularidad española tendrá su respuesta, como ocurrirá con los costes derivados de las poblaciones flotantes en las comunidades turísticas. Pero hay que conjurar el riesgo de que, como tienen muchos más habitantes/votantes, vayan siempre por delante. Toca que los territorios más despoblados y desfavorecidos tengan las suyas.

Ya que ninguna directriz política conseguirá que la gente viva donde no quiere, al menos que quien quiera vivir y pervivir en territorios despoblados y difíciles no se sienta, como hasta ahora, ciudadano de segunda. Larga vida a nuestro propio G8.

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