Por
  • Carmen Herrando Cugota

Imprescindible Dostoyevski

'Imprescindible Dostoyevski'
'Imprescindible Dostoyevski'
Pixabay

El 30 de octubre se cumplieron doscientos años del nacimiento de Fiódor Dostoyevski, el gran novelista ruso "explorador de los abismos del alma", como dijo de él José Luis L. Aranguren. 

Solo a personas de cierta edad nos dicen algo títulos como ‘Los hermanos Karamazov’, ‘Crimen y castigo’, ‘Los demonios’ o ‘El idiota’; pero es casi seguro que no hay nadie entre los lectores de estos libros que no haya quedado profundamente marcado por las vivencias y cavilaciones de sus protagonistas, ejemplos de la complejidad de eso que solemos llamar condición humana. Lamentablemente, Dostoyevski y los grandes indagadores en los laberintos de la existencia humana (filósofos como Kierkegaard y otros eminentes pensadores) tienen hoy pocos lectores. Esto es así no porque no acierten de lleno en los problemas que desde siempre han venido inquietando a los seres humanos, sino precisamente por eso: porque dan en diana y alientan las preguntas últimas que remueven los adentros de toda vida humana desde que el hombre está sobre la tierra; porque nos ponen frente a nosotros mismos y muestran los sutiles movimientos que hacen vibrar nuestras vidas desde el interior.

Los gurús del bienestar que pontifican hoy sobre la felicidad, la contemplación del propio ombligo, el llamado empoderamiento y cosas por el estilo no son dados a aconsejar estas lecturas; más bien se limitan a brindar orientaciones de conducta, pero sin proponer silencios prolongados o prospecciones interiores de esas que abren más preguntas que dan respuestas; enseñan acaso que bastan diez minutos de meditación al día para estar equilibrados, y lanzan eslóganes y divisas, a modo de fuegos artificiales, conscientes de que hoy no se quiere saber de detenimientos ni profundidades que sacuden el alma. Por eso, autores que inquietaron tanto en el pasado y resurgieron en los años en que Europa despertaba de aquel mal sueño que fue la Segunda Guerra Mundial, quedan orillados en nuestros días, pues no interesa avivar conciencias aletargadas. Dostoyevski es uno de ellos.

En un tiempo en el que parece que lo que interesa es acallar las conciencias
y encontrar una cómoda felicidad, no es extraño que se ignore a escritores que,
como Dostoyevski, exploraron las profundidades del alma humana

Dostoyevski estuvo a punto de ser ejecutado y pasó cuatro años preso en Siberia, con los Evangelios por único libro de lectura; aquello marcó su vida. Pero hoy apenas cuenta porque es un escritor que señala con lupa lo que ya nadie quiere ver. Como tantas veces escribió José Jiménez Lozano, pedagogos y políticos, desde instituciones influyentes que buscan modelar conciencias y sociedades, hace tiempo que resolvieron que indagaciones como las que presenta Dostoyevski impiden el progreso, y hay que prescindir de ellas. Seguramente por eso altas instancias mundiales procuran por todos los medios que el hombre moderno se deje de introspecciones y melancolías, y vaya al grano: a lo práctico, a lo positivo… Así no sentirá ni un ápice de vértigo en su interior, ni le vendrán a la mente cuestiones peligrosas o desestabilizadoras. El resultado está a la vista: conformismo en abundancia; se puede constatar en el regreso a la ‘inocencia’ de la historia natural: si nos centramos en la naturaleza, no caemos en búsquedas interiores, logrando así la tranquilidad del ciudadano obediente, nada cuestionador y apenas crítico. Tales ciudadanos cabales ignoran a los molestos inquiridores de ayer y quedan a salvo de relatos que, como los de Dostoyevski, levantan tempestades en los adentros; ya no les importa la verdad que albergan las grandes preguntas.

Pero leer a Dostoievski será siempre necesario porque se asoma con delicadeza y sin disimulo a los recovecos del alma y, como expresa en la leyenda del Gran Inquisidor, en las nutridas páginas de ‘Los hermanos Karamazov’, prefiere la libertad que duele a la felicidad cómoda y letárgica que los gurús de nuestro tiempo subastan a bajo coste. Dostoyevski apostó por el hombre concreto, por la persona con rostro y con alma. En tiempos de grandes revoluciones vio que los problemas que atenazan a la humanidad se resuelven gracias a la transformación interior de cada ser humano, por la conversión personal y el cultivo de vínculos auténticos con los demás, y no a través de la gestación de movimientos sociales revolucionarios que arrastran las pequeñas vidas personales y las disuelven en la marea de la historia. Por eso supo contar historias tan grandes de hombres y mujeres con entrañas, que se debaten entre el desconcierto y el dolor, y vienen a ser como arquetipos de todos nosotros.

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