Costa y los fabricantes de memoria histórica

Busto de Joaquín Costa firmado por el escultor aragonés Dionisio Lasuén
Busto de Joaquín Costa firmado por el escultor aragonés Dionisio Lasuén
Teresa Grasa

Nos parece que se conservan muchas obras de los autores clásicos griegos y romanos, cientos de ellas. 

Pero hay quien ha calculado que hemos perdido nueve de cada diez. En todo caso, muchísimas. Uno de los métodos para saberlo con certeza es comprobar cómo en ciertos libros llegados hasta nosotros aparecen citas de escritores, incluso párrafos literales, de los que no se sabe sino eso: lo que se dice en la cita. Si uno se pone a pensar, puede estremecerse y sufrir desasosiego e, incluso, algo semejante a la angustia: si aún admiramos por su poder creador a Sófocles (Antígona, Edipo, Electra) y nos estremecemos con sus creaciones, ¿qué no sería si, en lugar de conocer una decena de sus obras dispusiésemos de las más de ciento veinte que nos consta escribió?

Esta clase de catástrofe, hoy ignorada, explica por qué, siglos más tarde, se falsificaron textos de muchos autores antiguos. En particular, varias obras de tiempos del Imperio romano fueron inventadas de cabo a rabo. En España, descolló en la tarea un jesuita toledano, Román de la Higuera, presa de un ardor patológico por descubrir arcanos del pasado. Más parece que fuera enfermo y mitómano que otra cosa. Algunos de su época sospecharon de él. En los siglos siguientes, un par de voces muy autorizadas previnieron sobre las supercherías de don Román. Pero era, como decimos en Aragón, tan laminero lo que había fabulado, ofrecían tantos argumentos y razones milenarias a las ciudades y reinos de España sobre su antigüedad y sus reliquias que las gentes, en general, clericales y civiles, coronadas o togadas, prefirieron aceptar las trolas satisfactorias.

Godoy Alcántara, en el siglo XIX, y Caro Baroja, en el XX, lo estudiaron muy bien. El método era estupendo: buscar un autor verdadero cuyas obras se habían perdido y encontrarlas. A ser posible, en lugares de difícil alcance: remotos monasterios germanos y demás. Hacía circular aquellos latines en forma manuscrita y así salieron a la luz el obispo cesaraugustano Máximo, Flavio Dextro o un mozárabe toledano que había intimado con el Cid.

Las noticias así descubiertas era estupefacientes: Séneca había tenido correo con san Pablo; y en Toledo había una piedra (clara emulación de la Columna de Zaragoza) venida de Oriente en la que la virgen María había posado sus pies.

Las falsificaciones de la historia sacra, que han existido siempre y no tienen trazas de
desaparecer, sulfuraban a Costa, que puso por escrito su repulsa indignada

Costa y el Pilar

Costa se salía de sus casillas con estas mentiras y detestaba a los falsarios que, por estos métodos espurios –atención a la frase–, "dieron el ser a infinidad de santos, dioses, obispos, escritores, soberanos, ciudades místicas, filosofías cristiano-coránicas llovidas del cielo, milagros y leyendas maravillosas dadas como historias ciertas".

Con eso de las ‘ciudades místicas’ alude a Zaragoza y al Pilar, pues es el título de la obra de María Coronel y Arana (1602-1665), la famosa monja sor María Jesús de Ágreda, autora de una larga y peculiar obra, hecha por ciencia infusa y revelación divina e investigada por la Inquisición. La monja, que nunca salió de su convento, fue consejera de Felipe IV y de otros notables de su tiempo.

El contenido más peculiar de su asombroso texto es una minuciosa biografía de María dictada por esta a la religiosa, según enuncia el descriptivo título de la obra: "Mística Ciudad de Dios, Milagro de su omnipotencia y Abismo de la gracia. Historia divina y Vida de la Virgen Madre de Dios, Reina y Señora nuestra, María santísima, Restauradora de la culpa de Eva y Medianera de la gracia. Dictada y manifestada en estos últimos siglos por la misma Señora a su esclava Sor María de Jesús, Abadesa indigna de este convento de la Inmaculada Concepción de la villa de Ágreda. Para nueva luz del mundo, alegría de la Iglesia católica y confianza de los mortales". Así mismo. Costa sabía que esta vasta obra contenía alusiones a España y, en particular, el descubrimiento de cómo había dispuesto Lucifer una nueva "persecución contra la Iglesia y María santísima, manifiéstasela a San Juan y por su orden determina ir a Éfeso, aparécesele su Hijo Santísimo y la manda venir a Zaragoza a visitar al apóstol Santiago y lo que sucedió en esta venida".

De este texto nació la asignación al 2 de enero de la llegada de María, en vida, a César Augusta, así como una serie de precisiones insólitas. La ‘Ciudad Mística’, muerta su autora, fue objeto de muchas ediciones, entera o abreviada, traducida a una cuarentena de idiomas, y hoy se sigue vendiendo. Sus contenidos, difundidos por clérigos eruditos, arraigaron en la gente sencilla y ello explica que Costa incluyese la obra -aunque de esta forma indirecta y para enterados- en su vibrante dicterio. Poca duda cabe de a qué obedeció la alusión velada (‘ciudades místicas’) que empleó el montisonense: a la implicación directa de una tradición tan asentada y popular como la aragonesa de la Virgen del Pilar, con la que Costa fue respetuoso.

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