Por
  • Javier Lacruz

A campo abierto

En 'El hombre de Vitrubio', Leonardo inscribe a un hombre en un cuadrado y en un círculo a la vez
'A campo abierto'
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Llamarse humano acredita la carencia de toda certidumbre. 

O lo que es lo mismo: supone reconocerse vulnerable. El humano es un ser incompleto, inacabado, imperfecto. Afortunadamente, pues en sus limitaciones reside su grandeza. Sus enemigos son la perfección, la excelencia, lo absoluto. Atributos de un márquetin soporífero, banal e inconciliable con la naturaleza humana, con la vida. Antaño se transfirió la perfección a los dioses, a los héroes y a los seres mitológicos para poder ejercer nuestra humanidad de seres felizmente infelices. Impugnados los primeros y descatalogados el resto, el humano se declara en su esencia perfectible, mejorable. Su condición consiste en fallar –y en tolerar los fallos de los otros humanos–, en aceptar la limitación humana.

Vivir es complicado, difícil. La clave de la vida –o mejor, de la existencia– no reside en una exhibición de fortalezas narcisistas ni en un pragmatismo huero, sino en sentirnos débiles sin debilitarnos, de reconocernos frágiles sin rompernos, de sabernos imperfectos sin codiciar la perfección. En ser capaces de asumir nuestras propias carencias. El humano es un ser precario y dependiente desde que nace hasta que muere. La independencia o autonomía nunca es total sino siempre relativa, pues necesitamos la ayuda de otro: madre o mundo. De otros humanos. Asumirlo invoca un cierto desasosiego angustioso y constrictivo. Y evoca un dolor de desamparo y de soledad. Estamos desnudos. Somos seres furtivos. A la intemperie, a campo abierto. 

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