Por
  • Julio José Ordovás

Carreteras solitarias

'Carreteras solitarias'
'Carreteras solitarias'
Pixabay

La carretera que va de Híjar a Belchite, por Vinaceite, donde el secano más bestia se manifiesta abrumadoramente, es una carretera espiritual. 

El azul implacable del cielo y el amarillo polvoriento de la tierra forman dos realidades contrapuestas. Es difícil que uno se cruce por allí con otro vehículo y, en el caso de que eso ocurra, uno de los dos ha de echarse a un lado de la carretera para que el otro pueda pasar sin rozarlo. Hay una excavación a cielo abierto que muestra las vísceras del terreno, y placas solares y aerogeneradores y parideras arruinadas y un vertedero que ha sembrado los alrededores de fantasmales y volanderos jirones de plástico. Nada, ni un triste árbol en muchos kilómetros a la redonda, que ofrezca solaz o recreo a los ojos. Recorrer esa carretera larga, recta, estrecha y solitaria supone una experiencia peligrosa, no tanto porque uno tenga bastantes posibilidades de pillar un bache, salirse de la carretera y estrellarse contra un aerogenerador, como porque uno corre el riesgo de abismarse en honduras existenciales y perder, de una vez y para siempre, las nociones del tiempo y de la realidad.

Molinos monstruosos, gasolineras, pájaros de colores polvorientos, peirones espectrales, ruinas antiguas y ruinas modernas. Es el desierto aragonés. Paraíso de rapaces y alacranes. Nunca he creído que de esta tierra hermosa, dura y salvaje se pueda hacer un hogar, como cantaba Labordeta. Esta tierra no siente ni la más mínima compasión por sus cada vez más escasos habitantes. Pero a mí no hay paisaje que me conmueva tanto como este. Es un espejo en el que, cada cierto tiempo, necesito mirarme para reconocerme en él y que no se me olvide quién soy y de dónde vengo. Así como para unos el fútbol supone la recuperación semanal de la infancia (Javier Marías dixit), para otros sería la visita veraniega al pueblo la recuperación anual de la infancia.

Ricardo Piglia calificaba de idiota la inmensa planicie argentina, y es verdad que en toda planicie hay algo idiota e idiotizante. Ahí, donde nunca pasa nada, pueden ocurrir los sucesos más extraordinarios, que son aceptados con absoluta normalidad. Me han hablado de algunos que, conduciendo de madrugada por estas carreteras que te llevan de ningún lado a ninguna parte, sin haber probado ni una gota de alcohol, han visto las luces de un platillo volante y han pisado el acelerador a fondo creyendo que así lograrían volar por los aires en sus coches y podrían seguir a la supuesta nave espacial camino de otras galaxias. Y también me han hablado de otros que han visto la sonrisa irónica de Dios dibujada en el cielo de una tarde aplastante de verano justo antes de que sus coches les avisaran de que se estaban quedando sin gasolina.

No sé si el amarillo es el color de la locura, pero no me cabe duda de que el amarillo de estos parajes termina volviéndolo loco a uno.

De norte a sur y de este a oeste, Aragón está lleno de carreteras solitarias. Carreteras rectas como velas, ondulantes como la vida misma o mareantes como los raíles de una atracción de feria. El escritor francés Julien Gracq era feliz conduciendo sin prisa por ellas al caer la tarde. Son carreteras que invitan a la meditación y al ensimismamiento, carreteras por las que uno se deja llevar, olvidándose del reloj y a veces también del destino.

Camiones de butano, camiones de cerdos, furgonetas de reparto, coches que conocen cada una de las curvas y cada uno de los baches porque todos los días hacen el mismo recorrido, tractores, todoterrenos y, los fines de semana, algún motero o algún ciclista. Ajenos a la escasa circulación, los buitres sobrevuelan campos y baldíos, rastrojos y barrancos, iglesias desmochadas y palomares que tan solo conservan dos maderos podridos, un cañizo roto y media docena de piedras tambaleantes.

Carreteras solitarias y pueblos que, aunque dispongan de conexión a internet, cada año están más desolados, más aislados y más cerrados sobre sí mismos. Hay bastantes pueblos con encanto, pero otros muchos que, si alguna vez tuvieron algún tipo de encanto, hace décadas que lo perdieron. Construidos a la buena de Dios y con más de la mitad de las casas abandonadas para siempre o vacías la mayor parte del año, resisten a duras penas la lija del tiempo.

Las casas no tienen raíces. Solo tienen cimientos.

El gallo de la despoblación se ha quedado afónico de tanto cantar en vano. Entretanto, las campanas de la vieja iglesia siguen marcando las horas de un tiempo sin tiempo. 

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