Por
  • Andrés García Inda

Arena en los bolsillos

Lo que llevamos en los bolsillos a veces cuenta nuestra historia.
Lo que llevamos en los bolsillos a veces cuenta nuestra historia.
Leonarte

Creo que fue Chesterton quien dijo que había querido escribir un poemario sobre las cosas que llevaba en los bolsillos, pero que no llegó a hacerlo por su extensión -le saldría demasiado largo, pensaba- y porque los poemas épicos, decía, ya estaban pasados de moda. 

Es cierto, si hay una épica de verdad es la que se expresa en lo que llevamos -o no- en los bolsillos, o en la cartera. Ahí, en lo aparentemente más pequeño y banal, es donde se define nuestra apuesta vital, donde reside la belleza de nuestra vida y donde se mide el auténtico heroísmo de nuestra existencia. Tal vez por eso el Rabí Bounam de Pssiskhe recomendaba llevar siempre dos bolsillos, para compensar la épica con la comedia, o lo solemne e insigne con lo informal e insignificante: «En el derecho llevará escrito: “El mundo ha sido creado solo por amor a mí”. En el izquierdo: “Sólo soy polvo y ceniza». Pero nosotros tendemos a fijarnos únicamente en lo más llamativo, olvidando la importancia de lo aparentemente despreciable, como un puñado de ceniza o arena. Como el puñado de piedras y arena que encontramos habitualmente en la faldriquera o en los bolsillos de los niños -y en los nuestros- estos días de vacaciones.

Si nos registran la mochila, los bolsillos o la cartera, junto a las herramientas indispensables de la vida cotidiana actual (el móvil y las llaves, las cédulas y carnets de identificación, el documento de viaje, los tiques de las últimas compras... y toda esa suerte de complementos indispensables en la era de la covid como son la mascarilla o el gel hidroalcohólico), aparecen a menudo pequeños objetos que hasta nos da respeto o pudor mostrar a los demás y que portamos no precisamente por su utilidad o su valor de cambio sino por su carácter, por así decirlo, sacramental; no por lo que valen en sí, sino por lo que significan o evocan en nosotros: las fotos de quienes queremos, alguna carta o declaración de amor, un viejo recorte de periódico, una cinta del pelo, un pequeño amuleto… Los hay también, es verdad, que son tan pobres que no tendrían otra cosa que enseñar más que un montón de dinero o tarjetas de crédito, pero en general siempre hay algo más, y mucho más íntimo y oculto, que queremos que nos acompañe: a veces una temporada o un trecho del camino y a veces siempre, como una especie de contrato vital que recuerda, garantiza y da sentido a nuestra identidad, esa apuesta compartida en la que se funden la herencia del pasado y las esperanzas del futuro. No en vano del ser humano se dice que es el animal capaz de promesa.

De san Francisco Javier dicen que llevaba un saquito colgado al cuello en el que portaba, junto a una copia del documento de sus votos, las firmas de sus compañeros, que recortaba de las cartas que le enviaban. También cuentan que el filósofo español George Santayana guardaba en su cartera un papelito con una cita de san Juan de la Cruz, traducida al inglés: «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo, y así solo Dios es digno de él». Y cuando murió Pascal encontraron cosido en el forro de su chaqueta un billete o carta breve en el que llevaba escritas las palabras de su experiencia de conversión, como si fuera el boleto o el pasaporte para una vida nueva. Me acordé del pergamino cosido en la chaqueta de Pascal hace un par de años, cuando se conoció la trágica noticia de un adolescente de Mali que murió ahogado en el Mediterráneo, presuntamente tratando de llegar a Italia, y en cuyo cadáver encontraron cosido en su chaquetón el boletín de notas, seguramente su tesoro más preciado, como si fuera el salvoconducto para hacer realidad el sueño frustrado de una nueva vida en Europa. El resto era arena.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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