Por
  • Julio José Ordovás

La sonrisa de Chirbes

Rafael Chirbes
'La sonrisa de Chirbes'
Efe

Siempre que llego a la estación del Norte de Valencia me acuerdo de Rafael Chirbes. 

De allí lo vi salir una mañana que había quedado con él para entrevistarlo y, como Chirbes no me conocía y nos habíamos citado una hora más tarde, lo estuve siguiendo unos cientos de metros hasta el pequeño hotel de la plaza del Ayuntamiento donde había reservado una habitación para pasar la noche. Chirbes iba vestido como un cura progre: sandalias, pantalón de tela negro, camisa blanca de manga corta y un discreto maletín.

Chirbes me explicó después que la estación del Norte de Valencia está en realidad situada en el sur de la ciudad y que si se llama así es porque la construyó una empresa llamada Ferrocarriles del Norte de España. Recordaba Chirbes cuando llegaba de niño a aquella estación desde Tavernes, su pueblo, y cómo muchos pasajeros, en el intervalo en que el tren se detenía ante el semáforo que señalaba el cambio de vías, saltaban desde los vagones y corrían para esquivar la aduana que había a las puertas de la estación. Eran los estraperlistas, algunos de los cuales eran cazados inmediatamente por la policía. Desde la ventanilla del tren, el pequeño Rafael, un huérfano de ferroviario, registraba aquella violencia.

Toda la obra de Chirbes, desde ‘Mimoun’ hasta ‘En la orilla’, es un registro de la violencia. De la violencia del poder político, de la violencia del poder del mercado, de la violencia que generan el amor y el sexo… Chirbes ajustó cuentas, una y otra vez, con su generación, esa que Eduardo Haro Tecglen, con motivo de la muerte de su hijo Eduardo Haro Ibars, bautizó en su columna de ‘El País’ como la generación bífida, porque en ella habían compartido pupitre los que llegarían a ministros (socialistas) y los que, arrastrándose por la pista de baile de la autodestrucción, acabarían muertos en un portal, con una jeringuilla en el brazo.

Hace seis años que murió Chirbes y sus novelas siguen removiendo y agitando
nuestras conciencias, haciendo que se tambaleen nuestros argumentos

Hace seis años que murió Chirbes y sus novelas siguen removiendo y agitando nuestras conciencias, haciendo que se tambaleen nuestros argumentos, metiéndonos el dedo en el ojo cada vez que volvemos a ellas. Cuando se lanzaba a escribir, Chirbes no tenía amigos. Su proustianismo era el bisturí con el que abría y diseccionaba el cadáver de cada época. Así fue como sacó las tripas de la posguerra (‘La buena letra’ y ‘La larga marcha’), del franquismo (‘Los disparos del cazador’), de la transición (‘La caída de Madrid’), de la década roja (‘Los viejos amigos’), de la burbuja inmobiliaria (‘Crematorio’) y del estallido de la burbuja y su resaca social y económica (‘En la orilla’). Chirbes tenía formación de historiador y aprendió tanto de las novelas de Balzac y de Zola como de los análisis históricos de Braudel y de Vilar.

Escritor de trazo expresionista, no se ha subrayado suficientemente, sin embargo, la sensualidad de su escritura. Sus novelas están llenas de olores, de sabores, de luces, de temperaturas, de música, sensaciones que activan los resortes psicológicos de los personajes e invaden continuamente al lector.

Chirbes escribía con los cinco sentidos. Muy pocos escritores han conseguido capturar la atmósfera, el ambiente, la luz y el aire de la costa mediterránea como lo hizo él. Pienso en el comienzo de ‘Crematorio’, cuando Rubén Bertomeu recorre la orilla del mar en su cochazo. Las ruedas hacen crujir la capa de arena que cubre el asfalto en un tramo de la calle cercano a la playa. Hay también arena en las aceras y por las vallas brota una frondosa vegetación de adelfas y buganvillas. Y, también como floraciones, las bolsas de basura de diferentes colores que cuelgan en las verjas de los apartamentos y se amontonan en los contenedores, bolsas que "impregnan con sus pesadas emanaciones el mustio aire yodado que exhala el mar". Le bastan media docena de líneas para hacernos ver, oír y oler la urbanización salvaje del litoral mediterráneo.

Chirbes se ganó la vida durante años haciendo crítica gastronómica, trabajo que le permitió comer y beber en los mejores restaurantes. Tanto como el lenguaje que emplean, a sus personajes les define lo que se llevan a la boca. Así, en ese ramillete de fotografías quemadas de la posguerra que es ‘La buena letra’, el menú se reduce a patatas con nabos y garbanzos con algún hueso, mientras que la cena aniversario de los ex militantes en ‘Los viejos amigos’ se compone de raviolis, skrei, confit de oca y postre, más champagne, vinos y armañac. Sin duda, los viejos camaradas habían aprendido a disfrutar de aquello contra lo que lucharon.

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