Planchar es una de las tareas del hogar que más odian todos los españoles.
'Soltura'
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Nunca aprendí a planchar, ni de joven ni de mayor. 

Mi abuela no quiso enseñar a sus hijas ninguna tarea doméstica que ella considerara “letra gorda”. Yo heredé esa especie de desapego con ínfulas hacia las labores del hogar. Con los años, y porque no me quedaba más remedio, aprendí a cocinar, a poner lavadoras, a limpiar váteres y filtros de campanas extractoras, a fregar suelos, y a otras cosas. Pero siempre, de alguna manera, esquivé la plancha. Y llega un día en que tienes que enfrentarte a unas sábanas de algodón terriblemente arrugadas o a una camisa que parece un acordeón. Abro los balcones para aprovechar el frescor de la mañana. Empiezo con las sábanas. Es fatigoso pero no difícil. Y tampoco soy muy exigente a no ser con el embozo. Me tomo un descanso. Retomo la lectura de “La vida pequeña” de González Sainz, que voy degustando con mesura, como si fuese una tableta de chocolate amargo. Me detengo en una de sus sentencias: “Eso: reparar en lo más pequeño, ver algo, ver como un sentido en lo menor de a diario –que es al cabo lo más que se puede llegar a ver- con la luz de los ojos y con la de las palabras”. La camisa de lino se me hace de pronto simpática. Creo que podré con ella. Las mangas y los hombros son lo más dificultoso. Paso la plancha deshaciendo y rehaciendo arrugas, hasta que aprendo a llevar la tela con la mano izquierda. Llevar la tela con soltura es el quid de la cuestión, con la misma soltura con que quisieras llevar la vida. Y me acuerdo del día, o más bien del instante, en que aprendí a montar en bicicleta.

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