Las piedras parlantes de la Aljafería

'Las piedras parlantes de la Aljafería'
'Las piedras parlantes de la Aljafería'
Heraldo

Leo: "La mayor desgracia que te podía ocurrir si eras un capitel de la Aljafería era ser de orden compuesto, estar tallado en alabastro entre los años 1039 y 1065 y tener todos tus elementos lisos". 

Eso le sucedió, por ejemplo, al capitel 53 del palacio islámico. Con esas características de estilo, fue destinado a los retretes del rey moro de Saraqusta, la ilustrada capital del territorio más norteño ocupado en el mundo por el islam medieval.

Un aforismo muy conocido por los arqueólogos, y al que nadie sabe atribuir autor concreto, dice que, allí donde la historia calla, hablan las piedras y los huesos: ‘Ubi historia silet, lapides ossaque loquuntur’. Los escritos notifican y explican hechos, por una parte; por otra, los objetos materiales ilustran, pero no siempre hablan: ¿cómo deducir la eucaristía cristiana de una mera copa de oro o el simbolismo judaico a partir del candelabro de siete brazos?

Uno de los investigadores españoles más descollantes en arte islámico es el aragonés Bernabé Cabañero, formado en el entorno de Gonzalo M. Borrás, que nos dejó en febrero de 2019. Tiene la capacidad llamativa de hacer hablar, y elocuentemente, a objetos que, según toda apariencia, son casi mudos por definición.

A ojos de quien mire sin ver, las ornamentaciones del arte árabe se parecen tanto unas a otras que se confunden: en Asia, África y Europa cree estar ante idénticos motivos geométricos y vegetales. Lazos, tallos, ramas, pétalos y flores, cruzamientos de líneas que se repiten hasta el infinito, estrellas de seis, ocho, diez, doce o más puntas se reproducen a sí mismos, llenando hasta el último rincón, exhibiendo un irrefrenable ‘horror vacui’, un temor a dejar un vacío sin decorar.

Pero eso es solo en apariencia: el ojo perito dirige su pupila escrutadora a las diferencias, a las variaciones de las pautas, a las ubicaciones e incluso –o ante todo– a las intenciones. Así, los asuntos repetitivos, que parecían clónicos, se tornan locuaces y comienzan a ofrecer fechas, estilos, rangos, escuelas, procedencias y aun nombres personales.

Pocos habrá que piloten como Bernabé Cabañero esa navegación dificultosa. En un reciente libro (2020), editado por el Centro de Estudios Turiasonenses, de la Institución ‘Fernando el Católico’, se ha enfrentado con los 66 capiteles de arte islámico que pertenecieron a la Aljafería y han sobrevivido al maltrato del tiempo y de los hombres, estudio del que ya dio algún anticipo.

Se conservan, aunque dispersos, sesenta y seis capiteles del palacio construido por la dinastía hudí de Saraqusta
y hay quien sabe hacerlos hablar

No todos los capiteles están ya en el palacio (uno, curiosamente, apareció en el Pilar), ni aun en Aragón; pero ninguno ha escapado a su escrutinio, incluidas tres piezas que con frecuencia se han tratado como si fueran árabes, si bien son imitaciones cristianas.

Hay piezas con estudiadas deformaciones (anamorfosis) que se esfuman al ser colocadas en su sitio. Otras contienen un motivo que, para Cabañero, pudo ser el emblema del rey poeta y guerrero que retomó Barbastro a los cristianos. A los capiteles se añaden las basas y los remates superiores (cimacios) sobrevivientes.

Ewert, Borrás, Cabañero

Cabañero es, ahora, nuestro mayor acreedor en materia de arte musulmán. Fallecidos Borrás (2019) y Christian Ewert (2006), un sabio alemán arquetípico, afincado en España, a quien debemos gratitud, es él quien, con método implacable, nos devuelve lo que las piedras venían callando. Y, de paso, hace una semblanza cordial y conmovedora de Ewert (y de su viuda, Gudrun, que prologa el libro), ambos grandes amantes de estas cosas nuestras. Los Ewert deberían ser nombrados aragoneses honoríficos.

Hay que saber preguntar. Para lograr las ‘confesiones’ hay que haber interrogado antes a los parientes que los capiteles saraqustíes tienen en Córdoba, Fez, Marrakech, Tinmal, El Cairo, Jerusalén, Damasco, Salónica, Baena, Sisawa, Valencia .... El lector viaja a lugares distantes, pero inesperadamente emparentados con Zaragoza. Y en ese mismo periplo aparecen también los almohades y los almorávides, los monarcas fatimíes y los califas omeyas.

A diferencia del capitel infeliz destinado al regio retrete, "los requisitos imprescindibles para ser el más considerado conjunto de capiteles eran ser de orden corintio, estar tallados en mármol, en el siglo X y en Córdoba y tener las hojas decoradas con acanto", un legado griego. Con tales méritos, ibas directamente al arco que servía de embocadura del ‘mihrab’, el rincón más santo de las instalaciones palaciales. El rey al-Muqtadir se encargó de dignificar, con piezas clásicas del califato cordobés, hechas en el siglo anterior, el recinto destinado por antonomasia a la veneración divina y a la recitación del Corán.

Este rey hudí, victorioso, culto e innovador, fue capaz de poner insólitos arcos transgresores en su oratorio y aunar vanguardia y tradición: el nicho del mihrab que mira a La Meca es una copia casi literal del que al-Hakam II había hecho en Córdoba. Tenía mucho talento. Pero hay que saber verlo.

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