Supervivientes

Las playas más solitarias no siempre resultan idílicas.
Las playas más solitarias no siempre resultan idílicas.
Public Domain Pictures / Pixabay

Este año hemos ido de vacaciones a Almería para ver playas salvajes, que vienen siendo las calas. La cala, ‘calita’ en énfasis disfrutón, es la moda exclusiva de los que no podemos fondear con un velero frente a la costa. 

En Almería las hay a pares, contrastando con un desierto repleto de invernaderos y pueblicos satélites. A mí la idea me parecía bien porque E. me entiende de vacaciones playeras: le gusta jugar a las palas, la cerveza; y soporta que la interrumpa doce veces cuando se va a poner a leer un libro. Así que la mezcla de calas paradisiacas, cerveza, agua cristalina y palas sonaba perfecta. En esas que la recepcionista del hotel nos recomendó la Playa de los Muertos, que si no era una cala, al menos sí era una playa de difícil acceso que contaba con cero servicios (ni baños, ni socorrista y lo que es peor, sin chiringuito). Eso nos exigió cargar una neverita con unos bocatas y birras.

Para llegar a la playa hay un parking en la parte más alta de la carretera y de ahí se emprende un camino de unos 15 minutos de descenso hasta el mar. Con la sombrilla atravesada como una espada, la neverita, toallas y una mochila, vernos habría agobiado a un sherpa. Las cosas además se torcieron nada más llegar: el suelo, empedrado, no fijaba bien la sombrilla, así que tuvimos que turnarnos para sujetarla, al punto que casi me da por gritar: «Arriar las velas». Como se nos estaba poniendo un brazo como el de Popeye de tanto sujetar, decidimos plegarla y claro, el sol empezó a apretar en una playa donde el arbusto más alto servía para dar sombra al Señor Galindo. Yo, que de tanta solana estaba empezando a ver espejismos, indiqué a E. que igual las 4 de la tarde era buena hora para no sumar un muerto más al nombre del paraje. Sobrevivir exigió el ascenso de vuelta al parking con un sol para freír huevos: neverita, sombrilla atravesada y todo el campamento base. E., que si Jesús Calleja la conociera se metía a una oposición, me miraba dos escalones por delante y yo a su vez miraba al suelo ciscándome en todo. Tras clamar por una bombona de oxígeno y pensar dos veces en dejarlo y morir, llegué al coche con mis chanclitas de dedo y los pies llenos de tierra. «¿Qué bonita verdad?», me dijo E. con una sonrisa y sus gafas de sol. Sobrevivir, supongo, también es un acto de amor.

@juanmaefe

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