Por
  • Andrés García Inda

El cese

'El cese'
'El cese'
ISM

En la política pasa un poco como en esos restaurantes que, para agilizar el servicio y acelerar los turnos de comidas, aún no has acabado un plato y ya te traen el siguiente.

Resulta imposible digerir los acontecimientos. Y puede que ese sea el objetivo, para que la impresión del último trago te ayude a olvidar el mal sabor del penúltimo, aun a costa de la acidez y de la salud individual y colectiva que supone esa acelerada y continua ingesta de noticias y opiniones. Aún estábamos masticando el correoso debate de los indultos y la semana pasada nos desayunábamos con el cambio de Gobierno. Supongo que es el primer aviso del giro electoral que se avecina, y no dudo de que en el fondo de la decisión (y en la exposición y venta de la misma) hay importantes razones de orden estratégico que los politólogos expertos desgranarán rápidamente antes de que se enfríe nuevamente el menú. Yo, como no tengo tanta capacidad analítica, solo he podido fijarme en un aspecto superficial y algo personal del asunto.

Y es que, a pesar de la satisfacción y el orgullo con el que los cesados han asumido la decisión presidencial, imagino que no habrá sido plato de gusto de ninguno y no he podido dejar de sentir cierta pena o conmiseración por ellos (o por alguno de ellos) que encima de jugarse su prestigio embarcándose con esa tripulación y de tragarse los sapos y las culebras del último año y medio, dando la cara en el tiempo de las vacas flacas, ahora ven que es otro el que va a rentabilizar el tiempo (y los fondos) de la recuperación. Aunque a todos ellos casaría el dicho conocido: "Tú lo quisiste, tú te lo ten, fraile mostén".

Aún estábamos masticando el correoso debate de los indultos y la semana pasada nos desayunábamos con el cambio de Gobierno

Tal vez hubo un tiempo, no lo sé, en el que ser un alto cargo en el Gobierno de la nación constituía un innegable honor y un mérito indudable. Y seguro que hay quienes lo siguen viendo así. Pero como este tipo de canonjías cada vez tienen menos que ver con la competencia profesional y más con la exhibición política, a mi me da en la nariz que cada vez más, en lugar de hacer brillar el expediente personal, lo emborronan. Y más si te toca en según qué gobierno y circunstancias. Y si encima te cesan cuando no llevas ni año y medio ya no te quiero ni contar. Es como un doble desdoro, la comidilla de las murmuraciones, los señalamientos a escondidas y las miradas oblicuas:

–Fíjate: no solo fue ministro, sino que encima le cesaron.

–¡Pero qué me dices! Si parece tan buena persona...

Y los imagino (a algunos de ellos) tratando de pasar página personal y profesionalmente y rehacer su vida, de reconstruir su dignidad malherida. Quién sabe si llegaremos a un tiempo en el que habrá incluso que ocultar esas cosas:

–Su nombre me suena mucho. ¿No fue uVd. ministro...?

–Bueno, ya sabe, eran otros tiempos, cosas de juventud...

Ahora entiendo mejor a quienes se empeñan en incluir en sus currículums un pretencioso capítulo de cargos propuestos y no aceptados (que resulta de difícil justificación, por otra parte, y que podría inflarse hasta donde se quisiera), como diciendo: "Pude ser ministro, pero no quise". No es una broma; se han dado casos. La primera vez que vi una cosa así pensé que quien lo hacía lo que quería era presumir de ello, señalando las cualidades que le distinguían para ser merecedor de puestos tan importantes, que le equipararían en aptitud y mérito a quienes los hubieran ocupado ("pude ser esto o lo otro..."); pero ahora imagino que a lo mejor lo que pretendía era subrayar su dignidad para resistirse a semejante tentación ("pero no quise..."). Aunque eso, otros también podrían interpretarlo como cobardía.

Supongo que es el primer aviso
del giro electoral que se avecina

En cualquier caso, no queda más remedio que echar cuentas y aceptar lo que somos y lo que hemos sido (o no hemos llegado a ser), intentando ponerlo todo en su lugar, sin necesidad de buscar justificaciones o excusas. Como esos artistas de éxito que, llegado un determinado momento, sienten la necesidad de barrer alrededor de su obra incluso destruyendo algunas de sus propias creaciones; o como esos brillantes pensadores que descubren finalmente que todo lo que habían escrito no era más que paja o humo, vanidad de vanidades, que diría el sabio Quohelet.

A este paso, quién sabe, cuando algún joven idealista (o cínico) como los recién cesados o nombrados le cuente a sus padres la buena nueva de su nombramiento –"¡Papá, que soy ministro!"– tal vez se encuentre por respuesta una contrariada decepción:

–Bueno, hijo mío, si eso es lo que quieres... hasta ahora en esta familia siempre nos habíamos ganado la vida de forma honrada.

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