Volvemos a tropezar con la misma piedra. Y es la sexta vez. 

El problema ya no viene del campo, sino de la playa, y se expande como la pólvora entre jóvenes que necesitan socializar para evadirse de la pandemia. No hay que criminalizarlos, nos dicen, y tienen razón. Insensatos hay en todas partes, muchísimos más de los deseados. La culpa la tiene una sociedad tolerante, permisiva y complaciente con una generación que antepone la fiesta a la salud y la economía del resto.

Son víctimas, como todos, de una confusa y dispar política sanitaria que genera tantas dudas que cuando el Gobierno nos permite quitarnos las mascarillas en la calle, muchos deciden no hacerlo. La escalada de contagios, y los epidemiólogos, les da la razón. Acertaron los que veían en esta concesión una cortina de humo con la que se pretendía acallar el ensordecedor ruido político de inmerecidos indultos.

Ni era el momento de prescindir de las mascarillas, con la variante delta (india) en plena expansión, ni para abrir la mano cuando las vacaciones y el fin de curso escolar iban a desatar las ganas de fiesta.

Las imprudencias de unos pocos las pagamos entre todos, y aunque el coste vital, que lo habrá, será limitado; el económico, con más restricciones, será el fin para decenas de negocios. Pero anticipamos la vacunación de los que se han ido de fiesta para frenar la ola de contagios que han desatado. Premiamos a los que cuando les pidieron prudencia miraron a otro lado, en un ejercicio de buenismo que regala zanahorias a los que nos han defraudado.