La olla de las opiniones

'La olla de las opiniones'
'La olla de las opiniones'
Leonarte

Desde hace unas cuantas décadas se dice que el conocimiento y la información son la piedra angular del mundo contemporáneo. 

Así lo escribía, entre otros, Peter Drucker en 1993 en ‘La sociedad postcapitalista’. Según este autor, el capital y la tierra habían sido desbancados, ya entonces, por el conocimiento. Para él, de nada sirven los dos primeros si no se saben gestionar. De nada sirve la riqueza si se dilapida por falta de ‘saber hacer’, de ‘know-how’ como dicen los anglosajones.

Sin embargo, a medida que avanza este siglo XXI, cada vez parece más lejos esa sociedad del conocimiento. Nos alejamos del saber riguroso, contrastado y bien fundamentado, para ahogarnos en el fango de la opinión indiscriminada. Se diluyen los argumentos y pesan más las pasiones. Nos alejamos de la sociedad instruida, postindustrial, que auguraba una mayor inteligencia, circulando como valor esencial de la economía global. Hemos caído en una maraña de comentarios en redes, de ‘likes’, de fotos, de historias, de ‘fake-news’ y de opiniones que ocupan la conversación sin más fundamento. Estamos lejos de esa "era de la información", que vendió el ínclito ministro Castells, cuando ejercía de científico social. Vivimos en una ‘sociedad opinática’, cocidos en una olla de emociones, diluyendo razones y datos. Y ahí, la opinión de ‘doncualquiera’ vale si y solo si coincide con la propia.

A medida que avanza este siglo XXI, cada vez parece más lejana la sociedad del
conocimiento

El intercambio de perspectivas, de opiniones diferentes que buscan alcanzar consensos para un mejor conocimiento, se evapora. Se yuxtaponen tesis que no esperan encontrar una antítesis para construir la síntesis oportuna. La razón dialéctica se narcotiza para domesticarnos en el baluarte de nuestro rebaño. Cada quien con los suyos y para los suyos. Al calor de la estufa de su grupo desde donde alcanzar la seguridad de la opinión compartida. Por cierto, falsa seguridad si se niega la crítica y el error. Es decir, ni todas las opiniones, ni todas las perspectivas tienen el mismo valor, utilidad y acierto. Por eso, la discusión es necesaria y cualquier debate con sentido ha de encarnarse. Como propuso George Lakoff en su ‘Philosophy in the Flesh’: la razón humana no se debe desencarnar. Es más, la razón siempre está emocionalmente comprometida. Y por eso, cuando jugamos a separar razones y emociones, caemos en una trampa, la mayoría de las veces inconsciente, barnizada de racionalidad universalizante. Ahora bien, no es fácil salir de esta dinámica, porque no es fácil reconocer que las emociones forman parte del diagnóstico y son condición necesaria para encontrar terapias, sea cual sea el objeto del debate.

Esas terapias en el ámbito sociopolítico correlacionan con la salud social. Otra metáfora que permite interpretar los problemas y conflictos desde un enfoque ‘salutogénico’. Se construye un patrón ideal de lo sano y saludable. Desde ahí, se nos explica al resto qué sentimientos son correctos y cuáles son despreciables. Se traza una distinción y a funcionar, incluso bajo capa de tolerancia.

Nos alejamos del saber riguroso, contrastado y bien fundamentado, para ahogarnos en el fango de la opinión indiscriminada

Entonces, es fácil decir que "no veo lo que no veo", pero es difícil aceptar que el otro –sea amigo, adversario o enemigo– "no vea lo que yo veo". Es complicado tener una perspectiva externa y más cuando ni siquiera se busca. Tendemos a quedar instalados cómodamente en el propio marco de referencias. Y esa rutina, esa zona de confort, se esclerotiza tanto como se teme perderla. Los miedos son muchos, y uno muy común es enfrentarse a una opinión divergente. Si las plazas se llenan de quienes piensan como a mí me gusta, entonces, la sociedad va por el buen camino. Si además nos gobierna quien a mí me cae bien, miel sobre hojuelas. Y así cocino la memoria del pasado, olvido trampas y mentiras, tragando con ruedas de molino –incluso indultos–, aplicando mi particular razón encarnada en mi trozo del mundo. Aquí y ahora alecciono sobre lo que fue y lo que será. Me compadezco de los míos y entiendo el castigo a los malos.

En esta sociedad opinática nos dejamos llevar por las pasiones. Nos alimentamos de las voces que coinciden con lo que pensamos y enquistamos la convivencia, porque dejamos a un lado el saber informado y responsable desde donde fijar las reglas de juego. Porque, eso sí, la ley vale si nos sirve. Y a los demás, la del embudo.

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