Por
  • Carmen Herrando Cugota

Viejos anhelos humanos

Miguel de Unamuno y Casto Prieto, alcalde de Salamanca, en la ciudad hacia el año 1933
Miguel de Unamuno y Casto Prieto, alcalde de Salamanca, en la ciudad hacia el año 1933
HA

Desde bien antiguo se viene considerado a la persona como un ser sediento, como alguien que alberga en su interior un ansia secreta de plenitud que no le permite quedar del todo conforme cuando ha visto cumplidas algunas de sus aspiraciones. 

No hace falta hurgar mucho en nosotros para descubrir tal anhelo, un querer que se asemeja a la sed que no se apaga, pues es como si una vez alcanzado lo pretendido quedase cierto regusto de fondo que confirma la presencia en nuestras vidas de un deseo que queda permanentemente insatisfecho. Aunque alumbra también un horizonte de esperanza.

La filósofa Simone Weil construye buena parte de su visión del mundo partiendo del deseo profundo que reconoce en su corazón desde muy niña y lo hace extensivo a las entrañas de cualquier ser humano, convencida de que en el centro de cada persona se da un movimiento ascendente de búsqueda del bien. Lo aprendió de Platón. Y en su afición al folclore universal –que la llevó a transcribir no pocas coplas españolas– comparte esta bonita historia de la tradición esquimal en la que salta a la vista el milagro que produce lo que ella contempla como un deseo puro: "En tiempos en que una noche eterna envolvía la tierra, el zorro aprovechaba la oscuridad para robar carne en los escondrijos de los hombres. Pero el cuervo, que no podía hallar alimento en aquella perpetua noche, deseó la luz y la tierra se iluminó".

Las propuestas y expectativas de una supuesta utopía tecnológica que incluso
ofrecería la inmortalidad a los seres humanos no alcanzan a resolver la cuestión del sentido, un anhelo que siempre ha anidado en el corazón de las personas 

Otro filósofo francés, del círculo personalista de Mounier, Jean Lacroix, por los años setenta del pasado siglo escribió un libro titulado ‘El deseo y los deseos’, en el que destaca el deseo de base que subyace a los miles de deseos que surgen en lo cotidiano de nuestras vidas, comenzando por ese deseo de felicidad al que estamos todos ligados y del que con tanto acierto dijo Julián Marías que es un "imposible necesario". Pero a los grandes anhelos, con la felicidad en el centro, viene a sumarse una vieja aspiración humana, anclada desde siglos en lo más recóndito de nuestros quereres: la inmortalidad. Desde siempre ha querido el hombre ser inmortal. No hay más que acudir a nuestro Miguel de Unamuno y leer las protestas que pueblan su imprescindible ‘Del sentimiento trágico de la vida’ para ver que hasta de Dios dice que "creemos que existe por querer que exista", y que la razón nada puede probar al respecto. Unamuno subraya igualmente el tan humano querer de fondo, capaz de milagros como el de su San Manuel Bueno.

Si durante siglos este viejo sueño que no puede abandonarnos se ha visto bellamente plasmado en la literatura o en el arte, en estos tiempos pragmáticos y tecnologizados hasta la náusea parece que el anhelo de fondo de muchos seres humanos se sustancia en expresiones más prosaicas y hasta más burdas y toscas. Una de las locas aspiraciones del siglo XX ha sido pretender arrancar de la vida humana no sólo el sufrimiento o la enfermedad, sino también la muerte misma, y por eso surgen utopías tecnológicas como el transhumanismo y el posthumanismo, que se caracterizan por creer que la técnica remediará todos los males de la humanidad. Estas utopías preconizan una suerte de transición entre el hombre de hoy y el del futuro, pretendidamente inmortal el último por tecnologizado y reconstruido a base de materiales imperecederos. Parece que quienes andan en semejantes lances no son muy conscientes de que, aunque llegásemos a vivir doscientos años, eso sólo alejaría la hora de la muerte, pero dejaría sin resolver la cuestión del sentido y no daría respuesta al enigma de si hay algo más allá… Harían bien en leer a Unamuno y reparar en estas grandes cuestiones que espolean cualquier vida consciente.

Entre los grandes retos del ser humano están precisamente las situaciones límite. Un desafío aún mayor es afrontarlas con sabiduría y sosiego, acogiéndolas como ocasiones propicias para que quien las padece pueda rehacerse y compartir pequeñas pizcas de sentido. La serenidad ante lo inevitable viene a ser el rostro mismo de la fortaleza. Y nos orienta hacia lo profundo para cultivar la sensibilidad ante el dolor propio y saber acompañar el ajeno. Lejos, muy lejos, de sueños con vidas futuras llenas de circuitos o de chips y revestidas de silicona.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión