España es definida por los geoestrategas como una potencia media de ámbito regional, pero con proyección planetaria. 

Lo cierto es que en los cuarenta años de democracia ha recuperado una posición privilegiada en el concierto de las naciones que perdió hace más de tres siglos.

Su peso en el mundo depende de múltiples factores, desde la fortaleza de su economía a los gestos personales, pasando por la influencia cultural y el poder de sus aliados. En este sentido, está claro que la posición internacional de España se sustenta, en buena medida, en que tiene detrás a la UE. No obstante, sigue necesitando también una relación ‘especial’ con Estados Unidos tanto por el comercio y la tecnología como por Hispanoamérica y el norte de África.

Hace seis meses, el presidente Trump reconoció la soberanía marroquí sobre el Sahara, al margen de la ONU, como contrapartida a la normalización de las relaciones entre Marruecos e Israel. Fue un revés diplomático para España, que se suma al hecho de que el estrecho vínculo que existe entre París y Rabat hace que los intereses españoles en un asunto tan relevante no estén plenamente cubiertos por el paraguas europeo.

Mohamed VI es desde hace años un importante socio de Washington. Su ofrecimiento al Pentágono de la base naval de Alcazarseguir para sustituir a Rota es un claro ejemplo. En este sentido, un riesgo a tener muy en cuenta es el hecho de que EE. UU. acabe percibiendo a Marruecos como más útil que España a la hora de proyectar sus intereses en la región mediterránea y en África.

Joe Biden todavía no ha llamado a Pedro Sánchez en su ronda inicial de contactos, a pesar de que lleva cuatro meses en la Casa Blanca. La Moncloa tiene que forzar que sea cuanto antes y que sirva para reforzar el vínculo bilateral sustentado en el respeto del Derecho Internacional.

La UE es la principal pata de la política exterior española, pero Estados Unidos sigue siendo la primera potencia mundial.