Por
  • Víctor Juan

El reloj

Opinión
'El rejoj'
Pixabay

El ritmo de mi infancia lo marcaban el alma de un antiguo reloj de pared y el quejido de la mecedora de mi abuela Pilar al balancearse. 

Mi yaya pasaba la mayor parte del día sentada en su mecedora con uno de nosotros en el alda. Al escribir nosotros me refiero a mis hermanos y a mis primos. Yo era el mayor. Me seguía, muy de cerca, un compacto pelotón de otros ocho cachorros humanos. Cuando conquistábamos el don de la bipedestación, la abuela nos echaba al mundo, pero siempre tenía una criatura a la que darle protección y cariño en su regazo. Éramos sus nietos marsupiales. Crecimos balanceándonos al ritmo de un reloj con péndulo dorado que cantaba, con sonoras campanadas, el nombre de las horas. Lo habían fabricado en Zaragoza, en la relojería Viuda de M. del Amo. Yo lo he tenido parado en mi despacho durante los últimos diez o doce años y el otro día, sin venir a cuento, como si fuera una señal divina, comenzó a funcionar. Primero pensé que me molestarían las campanadas y que lo mejor sería dejar que se agotara la cuerda para que volviera al mutismo con el que me había acompañado desde hacía una década. Durante cinco días el reloj funcionó como si tuviera vida propia. Cuando por fin se detuvo, me sentí desamparado. No esperaba que el sonido del reloj me devolviera a aquellos días de mi infancia y me trajera el vivo recuerdo de mi abuela, de mis padres, de mis tíos Jesús y Pili. Ahora tengo una nueva obligación. Cada domingo le doy cuerda al viejo reloj. Ya he empezado a respirar y a soñar al ritmo del péndulo dorado.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión