El asiento

Interior del tranvía de Zaragoza
'El asiento'
HA

Al cumplir cincuenta y cinco años, dije en estas páginas que dicha edad era un hito en la vida de un hombre, aclarando, a la vez, que ignoraba si sucedía lo mismo en la de una mujer, si bien, a juzgar por las apariencias, tanto las físicas, como las espirituales, suponía que el umbral del envejecimiento femenino era bastante posterior. Cuando publiqué aquello, no faltaron varones que me dieran la razón. Igualmente, habían notado que, mediada la cincuentena, su vitalidad había empezado a descender un abrupto escalón. Otros, en cambio, me hicieron llegar su absoluta disconformidad. Con mayor énfasis, los de edad mucho más avanzada. Estos sostenían que a los cincuenta y tantos, quién los pillara, se comían el mundo. Pues bien, estas impresiones cambiaron por completo la mía. Me transmitieron su energía. Dejé de sentirme mayor.

Sin embargo, hace unos días, un incidente casi me devuelve a la casilla de los machos en caída libre. Fue al montar en el tranvía. Por primera vez en mi vida, alguien me ofreció su asiento. Dicho queda. Y por más que estaba seguro de que esa persona me había visto de reojo, mientras atendía a su móvil, la verdad es que, por un instante, zozobré. Afortunadamente, pronto reparé en que, aunque yo vestía vaqueros, chupa juvenil y calzado deportivo, lo cierto es que llevaba calada una gorra con dibujo de espiga, de la que alguien me había dicho que me hacía parecer mayor. Así que descubrí de inmediato mi cabellera y me quité un montón de años de encima. Eso sí, lo hice sentado. Que no va uno de sobrado, ni desaprovechando las desventajas que ofrece la vida.

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