Series
Hay series serias y series que no lo son. Series que veíamos en la tele en blanco y negro de mi infancia, y series que vemos hoy a la carta en televisores tan planos como el papel de fumar. Hay series basadas en grandes novelas clásicas y series creadas por guionistas tan malos que parece que no hayan pasado por escuela alguna. Ni siquiera por el jardín de infancia. Durante esta temporada, pasamos horas pegados a las pantallas, bien sea trabajando, teletrabajando, mirando cosas más o menos interesantes, y viendo series.
Cuando yo era niña, las series de televisión se llamaban ‘novelas’ y las ponían en la tele después del telediario de las tres. Con ellas conocí a Richelieu y a D’Artagnan. Luego llegaron las radionovelas, que se iban transformando en fotonovelas coleccionables y encuadernables. En ellas se repetía siempre el mismo esquema: chica pobre, chico rico, embarazo, zancadillas varias y boda, que era lo que entonces se consideraba final feliz, adecuado y correcto. Luego vinieron los cenicientos culebrones televisivos después del telediario de las tres, con lo cual se hacían herederos del horario de las novelas de mi infancia y de los personajes de los seriales radiofónicos de mi pubertad. Ahora tenemos Netflix, que nos salva cada día a la hora que nos da la gana: ladrones de guante más o menos blanco, intrigas aristocráticas, políticos y policías corruptos, barcos que se hunden. La mentira es la reina de las series. ¿Les suena? Pues sí, ya ven, hay series muy serias.