Putin, el otoño del patriarca

Opinión
'Putin, el otoño del patriarca'
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En 1989 desapareció el Muro de Berlín y, con él, la fe en la viabilidad del ‘socialismo real’. Dentro de la URSS, intelectuales y políticos empezaron a creer que la reforma entonces en curso (la perestroika de Gorbachov) solo podría tener éxito si rebasaba las fronteras del régimen, es decir, si conseguía transformar el país en un democracia de estilo occidental con economía de mercado. El problema consistía en encontrar el mejor modo, el más eficaz y menos traumático, de llevar a cabo la transición. Aquel mismo año, los politólogos Igor Kliamkin y Andranik Migranian publicaban un artículo en el que sugerían que el paso directo del sovietismo a la democracia era imposible, que se necesitaba una etapa intermedia de autoritarismo reformista dirigida por una ‘mano de hierro’.

A la hora de la verdad, la transición postsoviética no estuvo regida por las ideas de Kliamkin y Migranian, sino por las del economista norteamericano Jeffrey Sachs, que había experimentado en Polonia la ‘terapia de choque’ y creía que la misma fórmula podría utilizarse en la URSS. Tras la desintegración del estado soviético en 1991, la mayor parte de los estados sucesores aplicaron modelos de reforma económica radical basados en las ideas de Sachs.

En Rusia, pronto cundió el desencanto y se empezó a hablar de ‘choque sin terapia’. Cayó el PIB un 24% entre 1991 y 1995 y sectores enteros de la economía entraron en crisis profunda. Sobre el fondo del empobrecimiento de la población, los más espabilados, o mejor conectados, se hicieron con las ‘joyas de la corona’. Como la reforma no estaba funcionando, el presidente Yeltsin dio un golpe de timón autoritario. Que tampoco resolvió nada. Como explicaba la politóloga Lilia Shevtsova, en Rusia faltaban las condiciones para que el ‘autoritarismo ilustrado’ fuera viable: un aparato estatal eficaz y un ejército disciplinado.

El régimen de Putin ha restaurado el orden y recuperado el funcionamiento de la economía en Rusia, devolviendo a sus ciudadanos el orgullo colectivo

Y aquí está una de las claves del éxito de Vladimir Putin durante sus más de veinte años al frente de Rusia: ha sabido reconstruir una administración eficiente y ha restaurado la eficacia de las Fuerzas Armadas. El presidente ruso ha personificado esa ‘mano de hierro’ que pedían Kliamkin y Migranian en 1989. La receta parece haber funcionado. Bajo Putin, la economía rusa se ha recuperado, la ciencia ha detenido su decadencia (la vacuna Sputnik-B demuestra que Rusia sigue siendo una potencia tecnológica) y el país ha vuelto a representar un papel autónomo, y relativamente importante, en los asuntos internacionales.

Durante las dos últimas décadas, la Rusia de Putin ha sabido reconciliarse con su pasado, integrar con cierta coherencia la fase imperial y la soviética de su historia, el nacionalismo ruso y las tradiciones de los pueblos de otro origen étnico que forman la actual federación. Y con Putin, los rusos han recuperado su autoestima colectiva: según el instituto sociológico Levada (independiente), en torno al 70% de ellos se sienten orgullosos de su país, del que valoran su historia, sus recursos naturales y su poder militar.

Pero su autoritarismo no ofrece
ninguna salida para acercarse al modelo occidental

Misión cumplida, pues. El putinismo ha alcanzado sus objetivos. Ha puesto (o impuesto) un poco de orden y el país ha vuelto a funcionar. Quizá Rusia no resulte simpática en el exterior, pero vuelve a ser tomada en serio. Sería el momento de cerrar esta etapa de la historia rusa, que Kliamkin y Migranian, hace más de treinta años, veían como necesaria pero transitoria. Reconocer que a muchos rusos, sobre todo en los sectores más dinámicos de la sociedad, el putinismo ya les aburre. Que están deseando algo nuevo, algo distinto, algo más homologable con lo que ven en Occidente. Ese Occidente que, treinta y cinco años después de la perestroika, sigue siendo el modelo a imitar.

Quizá a Putin le hubiera gustado ser como Xi Jinping y dirigir un régimen basado en principios alternativos a los de las democracias occidentales, pero Rusia no es China y él lo sabe. Quizá hubiera querido tutelar el postputinismo, como Nazarbaiev ha hecho en Kazajistán con su propia sucesión, pero no ha funcionado. Tras el fracaso de la reforma constitucional de 2020, el putinismo carece de estrategia de salida, de ideas claras sobre la dirección en que esa salida debería producirse. Asistimos al otoño del patriarca. Y, en Rusia, el otoño suele ser antesala de un invierno desolador.

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