Costa impertinente

Retrato de Joaquín Costa pintado por Victoriano Balasanz en 1913.
Retrato de Joaquín Costa pintado por Victoriano Balasanz en 1913.
HA

Costa es admirado y querido. Poco conocido, porque sus escritos –más de 750 recopiló Cheyne en su biografía– son a menudo arduos o se anclan en contextos hoy olvidados.

Don Joaquín fue hombre difícil. Quienes se dicen admiradores suyos deben reparar en que cultivó un grado tan elevado de independencia que resultó a menudo impertinente y rudo. En política, en la que estuvo para abandonarla luego –fue un candidato que exigía a sus partidarios que ‘no’ le votasen–, no encontró buen acomodo. Fue molesto, poco amante de la flexibilidad complaciente, tenaz incluso en el error. Buscó vivir a su modo y, cuando, forzado por la necesidad –miseria, o casi, en algún momento–, se veía precisado a tender la mano lo hacía de modo airado y vergonzante.

Sus memorias son desgarradoras y no se ha dispuesto de ellas hasta como quien dice ahora mismo: por fin dio permiso quien las retenía y J. C. Ara las dio a conocer. Son un pozo de amarguras, un listado de estrecheces, de desengaños, de tribulaciones asumidas en secreto, de rebelión contra un sino inmerecido. El orgullo de Costa fue grande, pero, en general, no consistió ni en vanidad, que es fútil; ni en soberbia, que es desordenada. Le impedía rendirse, pero estuvo varias veces al borde de la capitulación sin condiciones: quiso hacerse monje y simular así que el mundo no existía; y pensó seriamente en quitarse la vida, otro procedimiento para negar el mundo.

El Costa público vive en la fama que los españoles y, en particular, sus paisanos
aragoneses le han otorgado cordialmente, si bien se le conoce cada vez menos

La enfermedad se iba apoderando de él: la torpeza corporal y los dolores eran mortificaciones añadidas, también en su posibilidad de amor varonil. Confiesa su primera gran frustración amorosa a su amigo y mentor, Giner de los Ríos, a comienzos de 1878: "Había una [tachado: muchacha] niña en Huesca que me merecía simpatías tan vivas, que a ella uniría mi suerte caso de acceder ella y su familia. Lo que no le dije fue que por verla me había hecho trasladar á Huesca [como funcionario], alegando otros pretextos: se había despertado en mí verdadera pasión hacia ella, y luego ha ido creciendo y desarrollándose en términos que me ahoga". La familia de la muchacha-niña rechazó al don nadie.

Su primera biografía famosa, al poco de su muerte, ya se ocupó de maquillar las cosas. Si con buena o mala fe –andaba en ello su hermano Tomás– es difícil determinarlo. Suprime dos años juveniles con episodios infortunados, enfrentamientos y rebeldías, fracasos económicos, actividades ‘de pane lucrando’ y, en fin, rasgos de afición política por lo inconveniente, representado entonces por la revolución de 1868 que puso fuera de España a la reina Isabel de Borbón. Al poco de muerto, ya había un Costa escamoteado. Y no era de buen tono hablar de su ‘concubinato’ con la viuda de un amigo y favorecedor, con la cual tuvo en 1883 a su hija Antígone Pilar, reconocida, pero no atendida por el aragonés: hay alguna conmovedora carta infantil de la niña a su padre nunca cercano. Se crearon, de este modo, incógnitas y ‘misterios’ sobre Don Joaquín que no debieron haber existido. Aunque esto es un juicio anacrónico.

El Costa famoso, pero siempre fracasado y rondado por la angustia, no cejó en sus empeños apostólicos. Llama la atención su percepción sobre la maldición que para Aragón era la emigración de sus hijos: pero no la de quienes iban al extranjero a ganarse el pan, que también, sino de los emigrantes que eran los niños aragoneses y españoles precozmente muertos, muy numerosos por la gran miseria de tantas familias. "Acaso sea –escribió en 1905– que Zaragoza, que Murcia, que Madrid no eran su patria, sino su destierro, y que al morirse no es que emigren, sino que se repatrian. De lo contrario, nos apresuraríamos á cerrarle la salida con los sabidos candados: aire, sol, agua, instrucción, abrigo, despensa, alcantarillado, jabón…".

Pueden concluir estas pinceladas con su respuesta a la petición de recomendaciones para exámenes u oposiciones. La tenía impresa, con espacios en blanco para el nombre del solicitante. Era larga, una especie de bronca monumental y justiciera que, para horror del peticionario, concluía de este modo inmisericorde (y muy apropiado): "Así, manifiesto á Ud. [miembro del tribunal] que vería con gusto que al opositor N. y N. le fuese rebajado un razonable número de puntos en castigo de su poca fe y de la ofensa que infiere a sus jueces" por la insolencia de pedirme una carta que le favorezca en la atribución de calificaciones. ¿Cómo iban a quererlo?

¿Cómo no iba a ser popular y famoso, por raro, por tonante, por infatigable, por irreductible? También esta frase es suya, en una carta a su amigo Ciges: "Ninguno de los libros editados por mi cuenta ha cubierto gastos". Con lo que dijo mucho.

La fama de Costa no fue mundial, pero en España hubo quien lo idolatró. Tampoco cayeron bien, en sus días, Marcial, Servet, Gracián, Goya, Buñuel, Sender... Impertinentes. Para pensarlo, ¿no?

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