Salvo buen fin

Opinión
'Salvo buen fin'
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Había una coletilla ambigua en los talones bancarios: "...salvo buen fin". Cuando la leí, en mi adolescencia, interpreté ese ‘salvo’ como si significase ‘excepto’. No tenía lógica. Superaba el análisis gramatical, pero no el funcional, que es siempre el relevante. Luego reparé en que, de hecho, el talón se admitía dando por supuesto que se expedía con buen fin. O sea, que se dejaba ‘a salvo’ la recta intención. ‘Salvo buen fin’ quería significar que aquello estaba bien siempre que el buen fin se tuviese por entendido, por salvo.

La expresión era poco afinada. Un bachiller no la entendía bien, pero figuraba en un documento muy corriente. La solución era intuitiva: asignarle un significado que diera sentido a la operación: había fondos, la fecha era veraz, y auténtica la firma del ordenante. La percepción no consciente indicaba que todo eso quedaba ‘a salvo’, por mutua confianza entre las partes.

Y no crea el lector que era cosa baladí. La cláusula figura en muchas operaciones y contratos y ha sido objeto de estudio por el Tribunal Supremo, con discursos sobre sublimidades jurídicas como la ‘cessio pro solvendo’ y la ‘cessio pro soluto’.

Salvo buen fin. O sea, que nos fiamos. Pero también significa esto, que es la cruz de la moneda: si usted me está engañando, lo hecho no servirá de nada. Jugamos limpio, pero las partes sabemos que, si lo hay, el juego sucio tendrá consecuencias. No obstante, en principio apostamos por la decencia recíproca. Porque la vida social, la convivencia, se basa en la confianza, en la asunción de que el otro actúa, por lo general, de buena fe, de modo voluntario o forzado por las leyes.

En la vida privada diaria hay que fiarse de mucha gente y la lista de cada cual es larga. Pero algunas confianzas son más obligadas que otras, sobre todo en el ámbito de lo público. En especial, debería uno poder fiarse del político, del gobernante, del juez y del periodista, que encarnan los tres poderes del Estado y el llamado ‘cuarto poder’, que es la prensa, según la aguda percepción de Edmund Burke en 1787.

Fiarse... salvo buen fin

Cuando un medio oficial de comunicación llama en Aragón Sénder a Sender, uno pierde confianza no solo en la instrucción de quien comete la incorrección, sino en su mera capacidad lectora. Sender, como Suñer –al cuñadísimo también lo llaman mucho Serrano ‘Súñer’– Ferrer o Barraguer, no lleva tilde ni acaba en vocal, ene o ese, por lo que es voz aguda. De cajón. Difundir ese error a los cuatro vientos es doloroso, porque induce a retirar la confianza en la fuente de información. Si, corregida la pifia, se enuncia el nombre del escritor como ‘Ramón Jota Sender’ –según sucedió a las pocas horas–, es porque se ignora si esa jota vale por Juan, Julio, Josafat o Jeremías. ¿Alguien ha oído hablar de Camilo ‘Jota’ Cela?, (por cierto que personaje injusta y largamente hostil al grande y baqueteado Ramón JOSÉ Sender Garcés).

La confianza en el periodista la define el consumidor según percepciones no siempre conscientes

Esta misma semana he padecido otro desengaño. Según una información del miércoles, firmada por tres reporteros, tres, "los soldados americanos asistían a la misa del Jueves Santo, con mujeres con mantilla y hombres con sus mejores galas" en el Madrid de los años 40. La imagen que da pie a esa necedad muestra a un soldado, con tabardo azul mahón y gorra de plato (acaso de Automovilismo o Infantería mecanizada), junto a una mujer con mantilla y misal. Es aún peor la insufrible ignorancia que implica creer 1) que había militares norteamericanos y católicos en Madrid en los años 40 –la foto es datable entre 1942 y 1943– y 2) que paseaban de uniforme, tan campantes. Es demasiada inepcia, incluso para la más desinhibida de las emisoras de Silvio González.

Tampoco faltan ahora las emisiones de televisión o radio donde personas, en principio cualificadas, ocultan su militancia política cuando la tienen. Con ello, las ideas vertidas cobran tintes de neutralidad. Pero muchos opinan sin revelar que militan: ello no los descalifica, pero la ocultación de sus lealtades, sí. Tal actitud desvergonzada contamina al medio que lo consiente y ampara. Abundan los casos. Lo he comprobado con un ilustre ‘burukide’ del PNV (y candidato por Navarra), con un podemita balear que dirige un organismo gubernativo (IDAE) y, sin salir de Aragón, con afiliados a partidos que escriben con frecuencia, pero ocultan que lo son con toda naturalidad. No ven en tal actitud nada reprochable.

La transparencia exigible a los medios de comunicación sobre su independencia empieza por saber quién es el propietario y es de obligada publicación.

Y la misma regla, a medio o largo plazo, se aplica a los políticos

Análogamente, un militante político se debe a lealtades de las que no debería avergonzarse y es sospechoso cuando opina de lo público y no las comunica.

De los medios que no se esmeran en esa labor de transparencia –en la que deben suplir la opacidad del ocultador vergonzante–, uno debe fiarse... salvo buen fin.

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