Por
  • Julio José Ordovás

La batalla definitiva

El odio de la guerra civil revivía en la batalla con tirachinas de los niños del pueblo.
Un tirachinas.
Rafael Publio / Pixabay

Los latoneros son unos árboles que ahora solo tienen una utilidad decorativa pero que hace décadas eran bastante apreciados, ya que su flexible madera se empleaba en la fabricación de las horcas con las que se trajinaba la paja para el ganado. Los latoneros que se reproducían sin control por la huerta del pueblo también eran muy apreciados por nosotros. Trepábamos por ellos como monos y con sus ramas fabricábamos tirachinas. Además, sus minúsculos frutos nos servían como munición tanto para nuestros tirachinas como para las canutas que hacíamos con las antenas de televisión o con cañas.

Íbamos siempre armados con nuestros tirachinas porque vivíamos en una permanente guerra de guerrillas, enfrentados unos contra otros y todos contra todos.

No sé a quién se le ocurrió la idea de formar dos ejércitos y organizar una gran batalla. Raúl se erigió en general de un bando y Fran en general del otro. Yo fui el último en ser reclutado, dada mi falta de ardor guerrero y conocida por todos mi pésima puntería.

Se decidió que la batalla se desarrollaría en un único día, de la mañana a la noche, con una tregua para la comida y otra más breve para la merienda, y fijamos una fecha.

Un viento negro hostigaba a los dos bandos, avivando los rescoldos de antiguas afrentas. Tu abuelo era un rojo asqueroso, le decía Raúl a Fran. Y el tuyo un facha vomitivo, le contestaba Fran.

Éramos los nietos de la guerra civil, depositarios de una herencia de odio. El odio es más contagioso que la alegría y reaparece cíclicamente, también en los juegos de los niños.

Llegó el día de la batalla. Tus amigos han venido a buscarte, me dijo mi madre. Creo que tengo fiebre, le dije. Mi madre puso su mano en mi frente. No, fiebre no tienes, dijo. Pero es que me duele la cabeza, debo de estar incubando algo, le dije. Mi madre fue a decirles a mis amigos que no me encontraba bien y yo me quedé en casa, leyendo ‘Pesadilla en Vancouver’ sin el menor remordimiento, mientras mis amigos se mataban entre sí.

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