Por
  • María Zambrano

El silencio

El silencio nos sorprende en la noche, pero es algo más que una circunstancia...
El silencio nos sorprende en la noche, pero es algo más que una circunstancia...
José Miguel Marco

125 ANIVERSARIO DE HERALDO DE ARAGÓN I El mismo año en el que recibió el Premio Cervantes, y cuando ya había regresado a España después de su largo exilio, María Zambrano publicaba en HERALDO esta meditación sobre el silencio, en la que el pensamiento filosófico y la inspiración poética y religiosa se unen con aire casi místico.

Artículo publicado en HERALDO el 27 de noviembre de 1988.

Curiosamente el silencio, que es una situación o un hacerse el silencio, sucede -me ha sucedido a lo largo de mi vida- que aparezca por sí mismo en diversas latitudes, alejadas unas de otras, como si hubiera un ente, un ser, que aparece y reaparece, según su propia ley.

Llega el silencio, que entra a las diez de la noche inesperadamente como una presencia, como un ser que estuviera escondido y saliera por sí mismo y entrara a cierta hora de la noche, que puede que no lo sea en otra galaxia, llega a veces de una manera casi violenta abriéndose paso, ¿qué ser es ése?, me pregunto y te lo preguntaría a ti que me lees. ¿Qué ser es ese silencio, que se comporta no como una situación, sino como un ser que está escondido, que viene de no se sabe dónde, que entra por no se sabe qué lugar, el silencio solo, que aparece como un ser? Ese ser, ¿de dónde llega, tendrá parentesco con la muerte? Llega cuando no se le espera, pero llega, y otras veces que se le invoca o se cree que ha llegado, se ha ido y ya no está ahí. Es un absoluto, un ser y no ser; un moverse en este mundo de la relatividad que hemos creído tan salvadora de lo absoluto de nuestro pobre ser, obligado a ser.

Ahora recuerdo, en este momento, una definición mía del tiempo que es la relatividad mediadora entre dos absolutos: el absoluto que se nos da y el absoluto que inexorablemente se nos exige.

Yo he visto a la relatividad como salvadora. Pero este silencio, este ser, ¿qué me dice, que no hay relatividad, que hay algo que está oculto y que llega porque sí, cuando quiere? Entonces, es la muerte, es la muerte que llega, es la muerte que nos acecha a todos los mortales, porque eso sí que nos lo dicen en las oraciones más dulces a la Virgen María, se nos recuerda que somos mortales, porque Ella, la Virgen, nació sustraída al pecado original, no porque fuera virgen, sino porque fue libremente concebida por el Padre fuera del pecado original; es la única criatura divina que no está en la Trinidad.

Será el silencio un emisario de Ella, que nos recuerda el dulce silencio, la dulce paz, la belleza inextinguible, aquello que no cambia, siendo, perteneciendo al mundo mudable, al mundo que se altera, porque lo propio de este universo que conocemos es el movimiento de alteración y, también, el de traslación, que tanto atormentó a Galileo y al Papa que lo tuvo que condenar; fue un momento vergonzoso, ha dicho mi maestro Ortega, la abdicación de Galileo. Vergonzoso, ¿por qué?, profético diría yo: una gran humildad por parte del Papa que tenía que obedecer a su consigna de Papa y una profunda humildad del pobre Galileo, que no tenía ningún deseo de morir en la hoguera, cosa que fácilmente se comprende.

Entonces, este silencio -vuelvo a él- será emisario de todas las concesiones que hay que hacer para seguir viviendo esta vida que perdura, esta vida eterna para que no sea eterna en los ínferos, en el infierno, para no equivocarnos, para no creer que hemos llegado a la eternidad cuando hemos llegado a un amor. Y resulta que ese amor es nada menos que la boca del infierno y también puede ocurrir que nos desvíe, que nos desoriente de ese terrible instante que ha de ser la muerte, de la que nadie ha vuelto, aunque crea haber estado en ella; no es lo mismo estar en la muerte que haberse muerto de verdad. El haberse muerto de verdad es lo que ningún ser, incluso esta gata que tengo a mi lado, puede aceptar. Pero la eternidad en el cosmos sin sitio, sin lugar, rodar eternamente en la luz, entonces, sí; la amenaza es rodar eternamente en la luz y querríamos ser mortales de nuevo. Si estuviésemos continuamente en el amor querríamos un instante de pena, un instante de desdicha, no podríamos soportar la eterna felicidad.

Necesitamos un lugar, esta es la cosa, un sitio donde cobijarnos. Se dice en la salve: «Y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». Es decir, después de estar desterrado, volver a estar enterrado, pero en un lugar cálido, hermoso. No hemos nacido para ser libres, para ser estrellas errantes, necesitamos un lugar. ‘El puesto del hombre en el cosmos’ es el título del libro más hermoso, uno de los más hermosos que me ha sido dado a leer, gracias a Ortega; se trata de Max Scheler, filósofo, ahora completamente olvidado.

Yo creo haber tenido la gracia de haber ayudado a algunos amigos, no siempre entrañables, a encontrar su lugar en la pintura, si era pintor, y a encontrar su religión, que es la salvación. Sé que me estoy enredando, que la vida es así, en espiral, un ir y venir para caer y volver a bajar, un ir y venir constante, entre dos ínferos: uno más bajo, más hondo, más sin salida, y otro la salvación total y completa.

Y puede suceder -cuando digo puede suceder es porque me ha sucedido en algunos momentos de mi vida- en esos momentos además en que estaba acompañado del único no poder dormir de felicidad, despertar inmensamente feliz en el centro de la noche por esta felicidad, que no se sabe de dónde viene. ¿Esta felicidad, tendrá parentesco con este silencio que llega por sí mismo?

Puede ser, puede ser si se entiende que sea este silencio un ser, no un suceso; ese ser que necesitamos después de la caída y ese rencor, que inexorablemente se presenta cuando no nos han dejado morir en el instante supremo, cuando nos han querido hundir por amor en la noche del mar, del mar que sube a la marea y que iba a llegar a los amantes. ¿Por qué ella no se quedó con él? Fue ella quien le abandonó, ¡cómo quejarse después si cuando llega la hora de la muerte la huimos, y cómo quejarse de que no la haya, de que no haya una muerte, una muerte sin fin, una muerte total!

Como cuando estuve sumida en aquel estado de anestesia total; mis amigos lloraban porque no podía volver de ella. Yo estaba salvada por el calor que había dejado en la palma de mi mano la maravillosa amiga que entró conmigo en el quirófano, ella de un lado, su esposo de otro; pero fue el calor de ella el que me mantuvo, nada más que un redondelito de calor, nada más me libró de una muerte que no fue porque no era el momento de morir por una anestesia. ¿Cuál es el momento exacto? Yo lo he pedido, pero ni un instante antes, ni un instante después.

Hace mucho tiempo tuve una discípula que quería tomar clases particulares de filosofía conmigo; yo creí que era una burla y le dije: «¿Y por qué quiere usted tomar clases de filosofía conmigo, usted me cree tan pobre que me va a arreglar mi situación?». Me contestó: «Nada de eso, yo creo que hay que saber morir y por eso vengo a usted, para que me abra esa puerta que tengo cerrada y yo pueda morir» (vive todavía y ¡qué vida se ha dado, espléndida!). Pero vino aquel día a mí, humildemente, para que yo la ayudara a saber morir. No se equivocó, era muy inteligente, no se equivocó, ya que lo más importante de esta vida es saber morir, estar de acuerdo con la muerte.

Lezama Lima, el poeta cubano entre todo y entre todos, aunque no nos viéramos a diario, mi amigo, mi preferido poeta Lezama Lima, engordaba y estaba enfermo de asma y seguía comiendo, y entonces los amigos, entre ellos un músico que tenía una gran amistad con él y la mujer de ese músico, le pidieron por lo que más quisiera que no engordara más, que dejara de comer, y él, que le gustaba mucho comer, dijo: «No os preocupéis, yo tengo mi trato hecho con la muerte, vendrá cuando tenga que venir, yo me he entendido ya con la muerte». ¡Qué suprema sabiduría haberse entendido con la muerte!

Ahora me dicen que en La Habana han abierto el cuarto donde él murió, que estaba cerrado, sellado y que lo han abierto, que lo dejan ver, no lo sé. Él, decía, él era devoto, en especial del Espíritu Santo, y el cura amigo suyo, muy español, muy ortodoxo, navarro, decía por él, en su aniversario, la misa del Espíritu Santo, y me han dicho que vive y que la sigue diciendo. Será, pues, el Espíritu Santo el que manda este silencio, esa muerte exacta, precisa, aunque no lo parezca, se pregunta esta mujer que tiembla bajo el Espíritu Santo.

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