Por
  • José Tudela

Una seña de identidad aragonesa

Opinión
'Una seña de identidad aragonesa'
Oliver Duch

Siempre me ha sorprendido el escaso eco que la singularidad aragonesa ha merecido en los análisis políticos y jurídicos que se realizan fuera de la Comunidad y, muchas veces, también, en su interior. Unos alegarán como razón que Aragón es desdeñada por el escaso peso relativo de su población. Para otros, el motivo será la naturaleza absorbente del debate nacionalista vasco y catalán o el todavía carácter centrífugo de la política nacional. Y habrá quien encuentre la explicación en tesis más victimistas. Lo que resulta difícil es negar la premisa. Desde la aprobación de la Constitución y el Estatuto de Autonomía de 1982, la política se ha desenvuelto en Aragón de manera diferente a cómo lo ha hecho en otras Comunidades y también en el Estado. Si alguien considera que es relevante alegar señas de identidad, no creo que la forma de hacer política sea desdeñable. Porque en conjunto se trata de una singularidad netamente positiva que se impone con claridad a las sombras que se pudiesen mencionar.

Voy a tratar de sintetizar en qué consiste para mí esa singularidad. Por supuesto, no se trata de ninguna lista cerrada. Es una opción personal. Sí advierto que no aludiré a la historia ni buscaré en ella legitimación alguna. Precisamente, creo que lo que dota de interés al estudio del ser político aragonés es que responde a la voluntad de sus ciudadanos vivos. Es decir, que es la consecuencia natural del principio democrático. Por supuesto, ello no significa desconocer las raíces históricas que ayudan a explicar los reflejos de esa singularidad.

Como en diversas ocasiones he expresado, la relación de Aragón con el autogobierno se ha manifestado de una forma nítidamente original, cambiando el guion que se había establecido por los pactos nacionales y originando para el Estado autonómico una vía de evolución que por unos años lo llevó a lo que, sin excesos, se pudo describir como cercanía de la perfección federal. En efecto, sólo por la reforma en 1996 de los Estatutos de Autonomía de Canarias y Aragón, se generalizó la autonomía plena y el Estado pudo adquirir dimensión federal tanto por la profundidad del autogobierno como por su homogeneidad. Es sorprendente que, generalmente, este protagonismo sea, consciente o inconscientemente, ignorado.

La segunda característica que define la diferencia política aragonesa es el pacto. Naturalmente, la premisa es la existencia de un acusado pluralismo político, nota ésta compartida con otras (pocas) Comunidades. La diferencia es que en Aragón el acuerdo político ha sido tradición. No en vano, es la Comunidad con más gobiernos de coalición. La ausencia de una hegemonía política nítida y constante (otra característica de la Comunidad), provocó que desde la Segunda Legislatura la coalición fuese la forma natural de gobierno. Y más allá de la composición de los ejecutivos, los acuerdos políticos transversales han sido frecuentes. Es posible afirmar que el acuerdo ha tenido un acomodo natural en la política aragonesa.

Finalmente, y de forma breve, haré referencia a una tercera característica que ayuda a comprender las otras dos. Me refiero a la moderación. Las distintas formaciones políticas aragonesas, cada una dentro de sus postulados ideológicos, se han desenvuelto preferentemente en territorio templado, huyendo de extremismos y posiciones maximalistas. Por supuesto, ello ha favorecido el pacto y el desarrollo de esa vía singular en el Estado autonómico. Más allá, ha hecho del hacer diario algo más rico y razonable.

¿Por qué recordarlo? No por ninguna necesidad de reivindicación. Pero sí porque las tres cualidades mencionadas son hoy necesarias en la política nacional. Es preciso encontrar una forma de desarrollar el Estado autonómico que equilibre las distintas demandas en juego. Es imperioso lograr acuerdos transversales que integren a la gran mayoría de la población. Y todo ello sólo podrá hacerse desde una visión templada, lejana a cualquier radicalismo. Aragón ha sido y es ejemplo y debe ponerlo encima de la mesa. Para afirmar una valiosa seña de identidad. Pero, sobre todo, para demostrar que hay otras formas de hacer política. 

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