Por
  • Andrés García Inda

Navidad para escépticos

Opinión
'Navidad para escépticos'
F.P.

En la mañana del 19 de diciembre de 1914, el teniente Geoffrey Heinekey, destinado en el frente de Flandes como miembro del segundo batallón de infantería de los Westminster de la Reina, le escribió a su madre: "Ha sucedido algo extraordinario... Algunos alemanes salieron y levantaron las manos y empezaron a recoger a algunos de sus heridos, así que nosotros también salimos inmediatamente de nuestras trincheras y empezamos a recoger a nuestros heridos. Entonces los alemanes nos hicieron señas y muchos de nosotros fuimos a hablar con ellos y nos ayudaron a enterrar a nuestros muertos. Esto duró toda la mañana y hablé con varios de ellos y debo decir que parecían hombres extraordinariamente buenos... Resultaba demasiado irónico para las palabras. Allí la noche anterior habíamos tenido una batalla terrible; y la mañana siguiente allí estábamos, nosotros fumando sus cigarrillos y ellos los nuestros". Así, con pequeños encuentros dispersos a lo largo del frente, comenzó la tantas veces citada tregua de Navidad de la primera guerra mundial, como también ocurrió en otros tiempos y en otras contiendas (incluso en nuestra guerra civil). Desgraciadamente el silencio, los abrazos y el intercambio de cigarrillos no duró mucho tiempo y la posibilidad de repetir la experiencia se fue difuminando con el tiempo. La intensidad de la contienda, el cansancio de los soldados y la presión de los mandos lo dificultaron.

Salgamos de nuestra propia trinchera, aunque solo sea por un rato, recojamos
a nuestros heridos, recordemos a nuestros muertos

Para muchos la Navidad ha sido y es a menudo un tiempo complicado, en el que todo se hace más difícil y que enfrentamos con cierta pereza y hasta incomodidad: por las ausencias, que se hacen más llamativas y dolorosas, y por los excesos, que nos desbordan con más intensidad y frecuencia. Y este año todavía más; por muchas circunstancias, ya lo sabemos. Habrá incluso quien piense, no sin parte de razón, que el espíritu por antonomasia de la Navidad, sociológicamente hablando, es un cierto escepticismo (por no decir hastío): el de quien llega exhausto a la recta final de un procedimiento burocrático, cuyo término enfrenta con tanta desgana como alivio. O el de aquellos para los que lo más parecido a la felicidad es la nostalgia de una tregua remota que poco a poco se fue desvaneciendo, a quienes solo queda el recuerdo de lo que en algún tiempo —y solo por un momento— parecía un jardín paradisiaco y ahora es un campo de batalla o un duro paisaje urbanizado, que observan con ironía o con desdén, como diciendo: "Mira, antes todo esto era Navidad".

Y celebremos el regalo
imprevisto de la alegría gratuita y el amor incondicional

Porque la Navidad fue, y es, eso: un fulgor breve como el de una candela, como la vida misma; una pequeña tregua o un momento de reconciliación, aunque sea pasajero; la risa compartida en medio de una discusión o una pelea; las horas de pasión de un amor inacabable y para siempre interrumpido; o el paréntesis de silencio que produce el ángel que cruza en medio del ruido cotidiano o el fragor de la batalla (incluso en medio del ruido familiar de la celebración). Puede que no sea nada más y nada menos que eso. Pero incluso para el más escéptico que somos eso ya es mucho, demasiado: una noche en la que, como decía el poeta, todos buscamos a nuestros muertos, incluso a los que de ellos siguen vivos, y en la que la luz más breve y pequeña resulta ser, paradójicamente, la más fuerte y duradera. Un instante quizá minúsculo en comparación con lo demás, pero extraordinario, que nos permitió verlo todo diferente y que si tiene sentido recordar es porque alberga la esperanza de su repetición y la posibilidad de una tregua infinita, como una especie de anuncio o anticipo del armisticio final. Algo así como el sabor de la promesa que, en medio de la soledad, el cansancio y el frío de una noche interminable, nos trae la noticia de un recién nacido. Ea pues, salgamos de nuestra propia trinchera, aunque solo sea por un rato, recojamos a nuestros heridos, recordemos a nuestros muertos. Y celebremos el regalo imprevisto de la alegría gratuita y el amor incondicional. Vayamos a adorarle.

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