Por
  • Andrés García Inda

La inmaculada Constitución

Opinión
'La inmaculada Constitución'
POL

Lo que nos une, dice la psicología, a menudo también nos ciega y nos separa de otros. Y paradójicamente, en cambio, a veces lo que nos diferencia es lo que nos permite ver mejor y nos vincula con los demás. Hay dos tipos de personas, suele decirse: los que piensan o actúan como yo… y los otros. Se acercan las festividades de diciembre y en esto también los hay que observan la realidad de una u otra forma: están los que hablan del puente de la Constitución y los que dicen que es el de la Inmaculada. Aunque en el fondo, si lo piensan bien, ambos se necesitan. No hay verdadero puente vacacional –o acueducto, según lo llaman otros– sin ambas celebraciones: la fiesta política, que celebra la Constitución como símbolo y compromiso de convivencia cívica, y la religiosa-católica (que también es civil, por otra parte) de la Inmaculada Concepción. Y a todos ellos seguramente les une además este año el deseo de que las circunstancias de la pandemia nos permitan disfrutar adecuadamente –y con la contención necesaria, por supuesto– esos días de asueto. Bueno, seguramente la mayoría son los que piensan y celebran las dos cosas, pero también habrá algunos pocos cenizos para los que nunca hay nada que celebrar.

Es verdad también que en lo que hace a la fiesta de la Inmaculada Concepción generalmente suele existir cierta confusión, incluso entre los católicos, sobre el sentido mismo de la celebración. Lo que la Iglesia católica conmemora oficialmente ese día, desde 1854, no es la concepción virginal de Jesús, sino la idea de que la Virgen María, su madre, fuera concebida libre del pecado original. Por eso se celebra el 8 de diciembre, nueve meses antes de la fiesta de la Natividad de la Virgen María, que es el 8 de septiembre. Para cierta tradición cristiana, si María iba a albergar en su seno al hijo de Dios, tenía que estar libre de pecado desde su misma concepción, ser absolutamente pura: la Purísima. No sé si es una idea lógica, pero tiene cierta belleza, como también la tiene la de la Constitución, pero por todo lo contrario. Y solo por eso, y por el sentido que pueden tener para nosotros, merece la pena su celebración.

Que ambas festividades coincidan tan estrechamente en el tiempo puede tener así un curioso y complementario significado, como una especie de advertencia permanente de que no todo se reduce a una y otra dimensión de la realidad. Que implicarse políticamente conlleva en ocasiones mancharse las manos y nunca podremos alcanzar esa pureza ideal o irrealizable, porque la realidad es imperfecta; pero que por lo mismo hay que evitar contaminar o mancharlo todo con nuestras manos (¡y que conviene lavárselas a menudo, diríamos hoy!). O que ni todo es sagrado, ni todo es política. Curiosamente, sin embargo, los hay que a la vez que desprecian o ridiculizan el sentido de la fiesta religiosa por su carácter mítico o legendario –¿hay alguna solemnidad auténtica, al margen del mero descanso laboral, o incluso sin él, que no manifieste de una u otra manera ese carácter?– renuncian además a celebrar la fiesta de la Constitución precisamente porque en su opinión esta no está realmente limpia; porque pueda llevar en su propio seno algún tipo de pecado político original del que no se ha desprendido. Lo que es tanto como pensar que es posible para nosotros, los humanos, una perfección o una pureza que incluso nos sorprende que sea posible para un dios. Necesitamos la Constitución, pero nunca podrá ser inmaculada; para eso está, en su caso, la Purísima.

Celebrar juntos los dones de la pureza inalcanzable –la Inmaculada Concepción de María– y de la voluntad de convivencia a pesar de la imperfección –la Constitución de 1978– no solo tiene sentido, sino que no resulta un mal programa cívico

Ya lo hemos dicho en otras ocasiones: no hay norma humana que no esté contaminada de algún modo, que no contenga en su interior alguna suerte de ‘pecado original’. Lo que tampoco quiere decir que tengamos que conformarnos con sus imperfecciones o que no pueda ser redimido ese origen. Por eso también tiene sentido celebrar y santificar, aunque lo hagamos de otro modo, estas conmemoraciones laicas, como un recordatorio de nuestros límites y un reconocimiento y homenaje al compromiso no solo personal, sino también institucional, para cultivar la amistad social. No solo a pesar de los límites, sino con ellos.

Celebrar juntos los dones de la pureza inalcanzable, por un lado, y de la debilidad y la voluntad de convivencia a pesar de la imperfección y las deficiencias, por otro. No es un mal programa para un puente de diciembre. A pesar de las dificultades que nos impone la pandemia. O también, y precisamente, por ellas.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión