El bibliófilo Salamero

Imagen de una estantería llena de libros.
'El bibliófilo Salamero'
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Creo recordar que conocí al bibliófilo aragonés Constantino Román Salamero leyendo ‘La bohemia española en París a fines del siglo pasado’ de Isidoro López Lapuya, que llevaba un subtítulo inesquivable: ‘Desfile anecdótico de políticos, escritores, artistas, prospectores de negocios, buscavidas y desventurados’. Aquel libro lo publicó en París la Casa Editorial Franco-Ibero-Americana, en 1927, y lo reeditó Renacimiento en Sevilla, en 2001, con prólogo de José Esteban. A Salamero lo convenció el escritor Ricardo Fuente ("llamarle escritor es un tanto hiperbólico, puesto que apenas escribía", dijo de él L. Lapuya) para que se trasladara a París, pues -en opinión de Fuente- París era entonces "el portal de Belén adonde no una estrella sino todas las del firmamento literario guiaban a los hombres de letras". L. Lapuya describió muy gráficamente al bibliófilo Salamero, pues lo calificó de "insaciable ratón, roedor de todo libro viejo, sabedor de catálogos y de precios de venta en las subastas más calificadas de Europa" y aseguraba que sabía distinguir las ediciones por sus erratas y conocía la procedencia de los libros por sus encuadernaciones.

Vivió en París Salamero con el pintor Javier Tiscar en un piso de la ‘Avenue du Maine’, y L. Lapuya cuenta el modo en que llegaron a esa casa, con sus pocos muebles aherrojados en un carrito que arrastraban a mano. Por su poca pericia, el carro volcó «y al caer se hizo trizas un malaventurado espejo», a la vez que rodaban por el suelo otros objetos caseros, lo que, dado el estrépito organizado y el crepitar de cristales, enfadó no poco a la portera e hizo que entraran con mal pie en aquel inmueble. Tiscar, aseguraba Fuente, era rico por su casa y pertenecía a una familia española bien instalada en Filipinas. Había sido amigo de Pedro Luis de Gálvez y éste lo saca en su libro ‘En la cárcel’, de 1906, en el capítulo del traslado del poeta de Córdoba a la Isla de San Fernando camino del presidio. Tiscar fue a ver a su amigo a la estación de Utrera (Gálvez no pudo corresponder a sus abrazos ni sujetar apenas la taza de café que les sirvieron en la sala de espera al ir esposado), recordó con él su vida de bohemios y sus correrías en París y le contó que su mujer había copiado dos bocetos suyos.

Salamero tenía una notable cultura y, "aunque no leía todos los libros que compraba; a leerlos no hubiera tenido lugar para otra cosa en todo el curso de su vida", los acariciaba, pasaba sus páginas, fijaba su atención en determinados capítulos o párrafos y "soplaba cariñosamente sobre ellos para libertarlos del polvo". Su carácter, asegura L. Lapuya, era llano, franco y sin doblez, lo que le granjeó la simpatía de todos (fue por ejemplo buen amigo de Ganivet) e hizo que entrara a trabajar para el editor Garnier, que estaba preparando un gran diccionario enciclopédico con destino a Hispanoamérica bajo la dirección de Elías Zerolo. Su gran triunfo en París fue que Garnier le encargara traducir los ‘Ensayos’ de Montaigne. Esa traducción, que según L. Lapuya fue extraordinaria, le abrió todas las puertas.

La pasión del aragonés Constantino Román Salamero por los libros fue glosada
por muchos autores, desde José García Mercadal a Pío Baroja 

Volví a encontrarme con Salamero en ‘Propios y extraños (Vida literaria)’, de José García Mercadal. El libro salió en 1929, dos años más tarde que el de L. Lapuya, y en uno de los textos en él recogidos (‘Bohemios aragoneses de París’) habla de nuestro Constantino Román Salamero y de los pintores Miguel Latas y Germán Valdecara. Para García Mercadal, a Salamero lo llevaron a París los cajones del pretil del Sena, y en lo demás sigue escrupulosamente el libro de L. Lapuya. Coincide con éste en que su traducción de Montaigne, que dedicó a don Francisco Silvela, fue impecable y "acredita su cultura", y añade que es la que "hemos leído todos los españoles… que hemos leído a Montaigne". Pero nos interesa sobre todo su referencia al final de los días de Salamero, pues García Mercadal nos informa de que su trato constante con los libros hizo que, para vivir entre ellos a todas horas, viera "pasar el tiempo silenciosamente, aquí, en Madrid, desde la trastienda de una librería de lance".

Esa pasión de Román Salamero por los libros ya la había señalado Pío Baroja, que en ‘Las horas solitarias’, de 1918, lo mencionaba entre los rebuscadores que, como José Segundo Flores o Cayetano Cervigón, recorrían diariamente los muelles del Sena en busca de grandes piezas; y también el librero Pedro Vindel, que en sus memorias recuerda que Salamero le acompañó en 1893 a París a comprar libros en la subasta de la biblioteca de Ricardo Heredia, y que sus dos grandes aficiones fueron "los libros y el buen comer en cantidad".

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