Viviendo en tiempo de descuento
Ha llegado el otoño pero no como se pensaba en aquellas largas semanas de confinamiento, cuando, una tras otra, fueron cayendo todas las citas programadas que implicaran la reunión de personas, si bien los anuncios de cancelación se acompañaban entonces con el compromiso de trasladar su celebración al final del año. Estos meses últimos, por acumulación, debían ser un no parar de ferias, congresos, festivales, conciertos, exposiciones, competiciones deportivas, que cuadrar en la agenda con los compromisos personales que a cada uno le quedaran desatendidos… Iban a faltar las horas para tanta actividad compartida y tanto disfrute. Evidentemente, las cosas han terminado siendo muy distintas, y así seguirán un tiempo indeterminado.
Toda la población ha perdido algo por la pandemia, algunos lo más preciado. Y la mayoría vive ahora en tiempo de descuento, esperando que piten el final cuanto antes, vacuna o tratamiento mediante; antes de que el virus nos acabe alcanzando a nosotros o a los nuestros, de que cierren otra vez los bares, restaurantes, cines y teatros, de que regrese el confinamiento, de perder el negocio o el puesto de trabajo. Se ha pasado del desconcierto inicial de las semanas de encierro, pasando por el aturdimiento con mil actividades para hacerlo llevadero, al corto paréntesis veraniego de la ‘nueva normalidad’, y de vuelta al temor, al hastío, la parálisis. Y de nuevo con el sistema sanitario llevado hasta una situación límite. Una fragilidad que es mala para las economías y, antes que eso, terrible para los nervios de la ciudadanía. Ya no se van a perdonar tan fácilmente la inacción y los errores, sobre todo los que son más fácilmente atribuibles al juego político.