Por
  • Ana Alcolea

El faro de Zaragoza

Opinión
'El Faro de Zaragoza'
Oliver Duch

Cuando era niña, las fiestas del Pilar no eran populares. Consistían más o menos en lo siguiente: una cena de postín en la Lonja, a la que solo iban los miembros de las grandes familias de la ciudad; la Ofrenda de Flores, a la que podíamos ir todos; las ferias, que fueron cambiando de sitio a lo largo de los años, cada vez más lejos, sobre todo para los que no teníamos coche; y la Feria de Muestras, que también dejó su sede junto al parque para irse a un lugar al que nunca fui.

De pequeña pensaba que ser reina de las fiestas debía de ser chulo por los trajes de baturra tan bonitos que llevaban. Unos trajes que veíamos a color gracias a que a mi madre le regalaban todos los años el programa que se publicaba en la imprenta en la que había trabajado de soltera. En él podíamos disfrutar del colorido de los vestidos de damasco que lucían las reinas, con aquellos mantones floreados bordados en Manila, y que en el periódico aparecían siempre en una gama de grises tristes, tan grises como el NO-DO, y como el país entero. Yo le preguntaba a mi madre por qué no íbamos nunca a la fiesta de la Lonja. Ella me decía que porque solo iban las señoritas de la alta sociedad. Yo entonces no sabía qué era la alta sociedad, pero enseguida entendí que nosotros no pertenecíamos a ella, y que nunca iríamos a aquel baile. Porque yo me imaginaba que allí dentro se bailaba con zapatos de cristal, con príncipes uniformados, y con diamantes, muchos diamantes, esas piedras que solo habíamos visto en los escaparates de una joyería que más tarde se convirtió en un café.

En aquellas fiestas del Pilar de antaño, íbamos a la Ofrenda de Flores y a las ferias.

A la ofrenda de flores sí que podíamos ir los de barrio, con aderezos y con trajes que no eran tan coloridos ni tan ricos como los de las reinas. La primera vez que salí tenía siete años, me habían cortado el pelo después de hacer la primera comunión y no pude llevar moño. Hacía mucho calor y me picaban las piernas por culpa de los leotardos de perlé que me había hecho mi madre para la ocasión. Como camisa, mi abuela arregló la que había llevado el día que se casó: una prenda de terciopelo negro que había dormido en su armario desde el año veintitrés, y que daba aún más calor que las medias de perlé, que al menos tenían agujeros.

Me gustaba mucho ir a las ferias: el olor a churros fritos, el sonido de las sirenas de las atracciones, los colores de los caballitos y el sabor del algodón rosa de azúcar. Nunca me monté ni en la noria ni en la montaña rusa. Me daba miedo mirar desde las alturas. Prefería tener los pies en la tierra y mirar el mundo con asombro y curiosidad. Lo sigo haciendo.

En la imprenta también nos regalaban invitaciones para la Feria de Muestras. Entrar en ella era entrar en Jauja: nos regalaban cosas inútiles que convertíamos en extraordinarias y que guardábamos dentro de las bolsas publicitarias que también formaban parte del botín: jabones en forma de pez, piedras de colores, adhesivos y banderines. Pero lo que más me gustaba era una gran caja con trozos de sal. El elegido se convertía en un mágico caramelo de cristal que no se terminaba nunca. Todos los años buscábamos aquella caja del tesoro que contaba parte de la historia de Zaragoza, de los romanos y de las minas de Remolinos. Aunque eso entonces yo no lo sabía.

Casi siempre íbamos por la tarde y se nos hacía de noche, así que cuando salíamos el faro iluminaba la ciudad. Porque Zaragoza no tiene mar, pero tenía faro. Por eso ha tenido siempre algo de ‘marina’, como reza el título de un precioso libro de Javier Delgado y Jorge Gay. La torre cuadrada de la vieja Feria de Muestras era un faro que convertía la ciudad en un mar en el que todos éramos marineros en tierra. Me fascinaba aquella luz que daba vueltas y vueltas allá arriba, como una noria horizontal. Ya no hay luz en la torre de lo que fue la Feria de Muestras. Tal vez se fundió la bombilla, o se rompió la lámpara y nadie la arregló. No lo sé. Solo sé que de aquellos días infantiles del Pilar echo de menos aquel faro que nos hacía creer que tal vez un día llegaría el mar a Zaragoza. 

Y la torre cuadrada de la vieja Feria de Muestras era un faro que convertía la ciudad en un mar en el que todos éramos marineros en tierra.

Aquel mar que Joaquín Carbonell nos quería regalar.

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