Por
  • Juan Manuel Iranzo Amatriaín

Residencias y derechos

Opinión
'Residencias y derechos'
Krisis'20

Durante el estado de alarma, a quienes vivimos en residencias de mayores o de personas con discapacidad se nos prohibió salir de los centros. Al llegar la ‘nueva normalidad’ (la limitada vida que la prudencia dicta en condiciones epidémicas) y dado que el 80 por ciento de la mortalidad sufrida en Aragón por la primera ola de la pandemia correspondió a usuarios de residencias, nos autorizaron a salir una hora al día, sin alejarnos más de un kilómetro, acompañados de una persona que debía registrarse como contacto a trazar si el residente se contagiaba. Rebrotaron los casos y, otra vez, nos prohibieron salir. Sin embargo, aun con una gestión, unas directrices y unos medios muy mejorados sumamos un 40 por ciento de los muertos en la segunda ola. En fin, junto a tener una mortalidad mucho mayor que el resto de la población, somos quienes más libertad hemos perdido.

En los últimos meses he cuestionado repetidamente en estas páginas a las residencias, no el dedicado trabajo de sus profesionales de primera línea, ni casos concretos, que los hay ejemplares, sino la hegemonía de un modelo asistencial que merma la autonomía personal, institucionaliza el desvalimiento aprendido y es, además, el sueño dorado de un patógeno epidémico. Los movimientos sociales por el envejecimiento activo y la vida independiente de las personas con discapacidad mantienen que el cuidado puede ofrecerse en otros lugares –por defecto, en el propio hogar– y de otros modos, con una relación mejor entre la calidad asistencial y la seguridad y su coste.

Una residencia puede ser apropiada para una persona con gran dependencia física y cognitiva, y para su agotada familia, pero seguramente no un macrocentro. Consideren que el número de Dunbar, la cantidad de personas que, dada la capacidad cognitiva humana, pueden relacionarse plenamente en un sistema social dado (y el tamaño usual, en condiciones ecológicas idóneas, de las bandas de cazadores-recolectores) es 150 –contando, en un centro, a residentes y empleadas–. El tema es cuantitativa y cualitativamente lo bastante importante, desde hoy mismo hasta el futuro más remoto imaginable, para merecer una investigación amplia y rigurosa de las mejores prácticas en sus diversas fórmulas en España y en países más avanzados, e incluso la redacción de un libro blanco de referencia.

Las personas que viven en residencias de ancianos o de discapacitados son quienes más duramente están sufriendo la pandemia.

A lo largo de diez artículos he defendido un cambio de criterio en una política pública fundamental; pero lo he hecho, lo confieso, en descargo de mi conciencia. No confío en ver cambios significativos. ¿Por qué? Primero, los grupos que promueven estas reivindicaciones tienen escasa capacidad de movilización e ínfimo eco social. Segundo, el Estado, aun cuando inicia reformas, a veces ‘falla’. Un ejemplo: paso esencial para el cambio es una base de datos que registre el perfil humano de las personas dependientes; bien, pues el Imserso la encargó hace años, tres veces, a varias firmas, y aún no funciona; y el Tribunal de Cuentas señala una posible malversación de 17 millones de euros en el asunto. La España real.

Y no hablo de puertas giratorias entre la Administración y un sector que moverá en torno a 10.000 millones de euros en unos 5.700 centros; casi 400.000 plazas a las que, al envejecer la población, esperan añadir 200.000 hasta 2030 y 300.000 más para 2050. Mucho dinero, tercero, en ladrillo y subvenciones públicas (si mantiene la razón de plazas concertadas con el Estado, 75 por ciento) para un sector que, sin lugar para la innovación tecnológica, debe su productividad a las duras condiciones laborales, la diferencia entre subvención y coste real de las plazas y la calidad de un servicio del que no hay quejas generalizadas, pero del que no es fácil encontrar con Google una imagen representativa, genuina y atractiva. De un ramo así no se espera un alto rendimiento financiero. Sin embargo, el ‘lobby’ de las empresas dueñas del 25 por ciento del sector –grandes grupos, constructoras, fondos de inversión– compra ávidamente para aumentar su cuota. Algo me dice que esos inversionistas ahorran para pagar su asistencia en casa cuando sean mayores.

No solo aportan la mayoría de los
fallecidos, además ven recortados drásticamente sus derechos y su libertad.

¿Estamos ante un doble fallo del mercado (oligopolio) y del Estado (asimetría de información entre este y las empresas)? Saberlo sería del máximo interés político y humano, pero… a preguntas retóricas, silencio administrativo. ¿O no?

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