Tiempos de tristeza

USO OBLIGATORIO DE MASCARILLAS EN EL TRANSPORTE PUBLICO ( ZARAGOZA ) / CORONAVIRUS / 04/05/2020 / FOTO : OLIVER DUCH [[[FOTOGRAFOS]]]
'Tiempos de tristeza'.
Laura Uranga | Oliver Duch

Percibo en mi entorno algo así como un abatimiento generalizado, una cierta desesperanza, una sensación de tristeza. Como si fuera el fin de algo, un incierto cambio de etapa, el inicio de una situación confusa e inquietante. Faltan aún unos días para el comienzo del otoño, esa estación tristona y gris que nos trae sus lluvias minuciosas, sus cada vez más cortos atardeceres y sus añoranzas no se sabe bien de qué. Pero flota, ciertamente, algo extraño en el ambiente. No sé bien si es miedo o resignación, pero a medida que pasan los días y aumenta sin parar la cifra de nuevos enfermos, de ingresados en ucis y de muertos, se incrementa en paralelo ese sentimiento que aqueja a la gente de saber que cada uno puede ser objetivo del maldito virus con lo que eso conlleva para tu propia seguridad, que ha sido uno de los bastiones de ese estado del bienestar que parece que declina lenta pero inexorablemente, como el sol del otoño que se acerca.

Me acuerdo de las escenas finales del filme ‘La hora final’ –soberbio en su papel de no bailarín Fred Astaire– cuando las gentes esperan en las playas australianas que llegue la nube radiactiva que pondrá fin a sus vidas. Ya no les queda la esperanza. Y deciden aprovechar sus últimas horas en una especie de histérica diversión.

No es este nuestro caso, afortunadamente; pues a nosotros nos queda la esperanza aunque, sí, esté llena de incógnitas e incertidumbres. Nos queda la esperanza de la ciencia, empecinada con urgencia en encontrar tratamientos y vacunas; nos queda la esperanza de la solidez y buen funcionamiento de los sistemas sanitarios –nada es perfecto, siempre mejorable– y de las gentes que los protagonizan. Y nos queda, sobre todo, la esperanza de nuestras propias actitudes y comportamientos: el cumplimiento riguroso de las normas, el esfuerzo de reducir nuestra socialización y la exteriorización de nuestros afectos y, más que nada, como colectivo humano, el entender que la mejor, por no decir la única, forma de enfrentarse a la amenaza es la acción conjunta, coordinada, intergrupal. Cuando un incendio o una inundación ponen en riesgo a una comunidad, la reacción más habitual es que todo el mundo olvide sus diferencias y conflictos y acuda a sofocar las llamas o a socorrer a los afectados. Con el virus ocurre algo parecido: todos estamos llamados a contribuir con esa implicación proactiva y con una conducta irreprochable.

Por eso entristece no solo contemplar comportamientos insolidarios, sino constatar la enorme disparidad de criterios y la desunión de los españoles, encabezada por unos líderes políticos deleznables e incapaces de encarar de una forma unitaria y compartida esta batalla a la que estamos llamados todos y que solo ganaremos verdaderamente juntos.

Por eso estamos en tiempos de tristeza, aunque como es bien sabido lo último que se pierde es la esperanza.

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