San Juan de la Peña
Desde finales de los 70 todos los años he subido al menos una vez a San Juan de la Peña. Es uno de los lugares más hermosos de Aragón, panteón real y cuna del reino. Lo conozco pues muy bien. Y hasta le pedí a mi amigo Nacho Escuín, cuando fue Director General de Cultura y Patrimonio, subir hasta allí con él a la reinhumación de los restos de los reyes de Aragón. Quería estar presente ese día y Escuín lo hizo posible. Soy así: un sentimental trasnochado, el último romántico, un fósil (iba a escribir una excrecencia, pero me he frenado) del XIX. Ahora, Félix Longás y un generoso Consejo Rector me han hecho miembro de la Real Hermandad de San Juan de la Peña, y podría decir como Unamuno (que visitó el monasterio y escribió sobre él) cuando lo elogiaban: ¡me lo merezco! Entre los fines de la Hermandad hay dos con los que me identifico plenamente: la defensa del monasterio y entorno de San Juan de la Peña, y recordar y honrar la memoria de los reyes de Aragón cuyos restos reposan en el panteón real. ¿Cómo, por tanto, no va a sentirse feliz este viejo aragonesista de pertenecer a una Hermandad que mantiene vivos tan nobles ideales? Este año es tan atípico que sólo ingresamos siete, pero varios de ellos muy queridos amigos, así que, además, la compañía va a ser inmejorable. Nada de Aragón me es ajeno y sufro por ello con la habitual desidia del país para con sus cosas. Pero la Hermandad desmiente el tópico: que un grupo de hombres y mujeres cuide del legado histórico de San Juan de la Peña es, en estos tiempos de aflicción, proeza inextricable.