Por
  • Javier Usoz

Falta el cura

Un buen cura podía contribuir a amansar las desavenencias en su pueblo.
Un buen cura podía contribuir a amansar las desavenencias en su pueblo.
Laura Uranga / HERALDO

Asistimos a un gran avance en el conocimiento de los fundamentos biológicos del amor y del odio. Estos incorporan el influjo lingüístico, ideológico o cultural, de forma que, por ejemplo, una resonancia magnética puede mostrar el efecto de un lema propagandístico en el cerebro humano. Y también hay considerables progresos, por parte de diversas disciplinas, en materia de cooperación y de tratamiento de los conflictos.

Sin embargo, la aplicación de todo este saber es asimétrica. Se invierte más en las nuevas tecnologías del odio que en las del amor. Así, las redes sociales y las bases de datos digitales se usan intensivamente para amplificar la disensión, a la vez que las viejas instituciones conciliadoras van caducando, sin que otras más apropiadas las releven a tiempo. La sociedad se queda entonces a la intemperie.

Sin ir más lejos, a una escala reducida, consideremos una pequeña localidad dividida en bandos. La misma vecindad que hasta hace poco vivía en paz, casi de repente, crispada y enconados los ánimos políticos, no tiene dónde amansar sus desavenencias. En otra época, un buen cura de pueblo contribuía a esta función, siempre que conociera y respetara a todo el mundo, no solo a su feligresía. Pero, anquilosada esta figura en alguien que cumple el rito y se va, no puede dedicarse a que vuelvan a hablarse personas de las que nada sabe. Ahora bien, en todo caso, yo no pierdo la esperanza de que, más pronto que tarde, aparezcan nuevas entidades promotoras del amor. Fórmulas integradoras más tecnológicas, probablemente, y menos masculinas, seguro, que las del mundo de ayer.

jusoz@unizar.es

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