Contra el acoso

Pablo Iglesias aspira a triunfar donde fracasó el PCI de Gramsci y Berlinguer.
Las últimas víctimas del acoso han sido Pablo Iglesias e Irene Montero
Óscar Cañas / Europa Press

El acoso físico al adversario es una de las tácticas políticas más ruines que cabe imaginar. En rigor, ni siquiera merece el calificativo de ‘política’, porque no pertenece al mundo de la ‘polis’, es una resurgencia del salvajismo en medio de una sociedad civilizada. Podemos puso de moda llamar escrache al acoso, pero, se vista con el ropaje ideológico que quiera, lo cierto es que formar grupo, masa, para acudir a la casa de una persona, o de una familia, o al lugar en el que se le espera, para acercarse y gritarle, insultarle, despreciarle en su cara, eso será siempre una conducta innoble a la que ningún ciudadano debe descender. Sea quien sea el acosado y sean quienes sean los acosadores. Las últimas víctimas de esta práctica han sido Pablo Iglesias e Irene Montero, que alentaron hechos similares; pero antes lo sufrieron Felipe González, en alguna ocasión, o Rosa Díez, muchas veces, o Jordi Pujol o tantos cargos públicos del PP, incluida una consejera aragonesa de Educación. O muchas otras personas. No importan los nombres ni las ideologías, todos los casos son reprobables. Protestar siempre es legítimo, aun cuando no se tenga razón; acosar, amedrentar, amenazar nunca lo es, por muy cargado de razones que uno crea estar. La indignación ante los errores o los desvaríos de un político podrá estar más o menos justificada, pero no sirve de excusa para que quien la siente permita que en su interior se desaten las bajas pasiones. El derecho a la protesta debe ejercerse también con mesura, guardando las distancias, con respeto, incluso con buena educación. De lo contrario, abandonamos la ciudad democrática y nos deslizamos hacia el territorio de la horda.

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