Por
  • Javier Usoz

Valentín

Foto de Fuendetodos
Calle de Fuendetodos
Laura Uranga

En estas fechas, Maite, Valentín, su hijo Pedro y el perro Rudolf, haciendo escala en su ruta de Vitoria al Mediterráneo, solían pasar una tarde y una noche con mi familia en Fuendetodos. La visita era un gran acontecimiento desde los prolegómenos, protagonizados por una comedia telefónica en varios actos, en la que Valentín y yo, hechas las oportunas consultas familiares, concretábamos las fechas y la logística, que era bien poca, la propia de un trato llano, sin alardes gastronómicos, ni regalos protocolarios, ni demás formalidades.

Despedida la comitiva vasca, esa mañana sentíamos en casa una añoranza de la que solo nos consolábamos pensando en la cita del siguiente agosto. Sin embargo, el año pasado ya no pudo ser y este, tampoco. Valentín hubo de retomar su pelea contra la enfermedad que padecía hacía una década, hasta que falleció una madrugada del pasado mes de julio.

Nos vimos por última vez hace unos meses en Zaragoza, donde Maite y Valentín estaban de paso, camino de una consulta médica. Cenamos animadamente y hablamos de las cosas de la vida, de las buenas y de las malas, pero no de la muerte. No sentimos que tocara hacerlo. En cambio, hoy sé que fue una velada de despedida. Valentín brindó y verbalizó el afecto que me tenía como nunca lo había hecho, dedicándome unas palabras de su admirado Winston Churchill. No las olvidaré mientras tenga memoria. Hoy lamento no haber respondido a aquel gesto con otro que expresara mi amistad. Mas es un lamento nimio, pues sé que Valen me quería también por mis defectos. "El muerto al hoyo y el vivo al bollo", qué miserable patraña.

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