Por
  • Ana Alcolea

Piedras

Musgo en un hayedo del Pirineo francés
'Piedras'
JAVIER ARA

Hay lugares en los que se siente el origen del mundo. Lugares en los que parece que la Tierra acaba de nacer, que la vida está empezando. En el colegio, la primera clase de Geografía hablaba de la tundra como del primer estadio de la naturaleza, con vegetaciones minúsculas cuyos nombres aprendíamos en pareja: musgos y líquenes. De musgos sabíamos por la decoración de los belenes de Navidad. Cuando tuvimos coche íbamos a los montes de Zuera a buscarlo. Antes del coche, el tío de mi padre lo traía de sus excursiones por los Pirineos. Después se prohibió coger musgo y el belén empezó a ser más aburrido.

De los líquenes sabíamos poco, o nada. Cuando los vi por primera vez me acordé de aquellas clases en las que los líquenes eran una fotografía en un libro. Ahora los veo vivir en las piedras y me dicen que la piedra no es tan insensible como en el poema de Rubén Darío, sino que sostiene la vida primigenia. Al cabo de los años, la lava de un volcán es capaz de generar líquenes: lo que antes fue fuego y roca se convierte en urdimbre para las manchas verdes que nos comunican con las fuerzas telúricas de la existencia. Caminar por las montañas y mirar más al suelo que a las cimas no solo nos ayuda a no tropezar una y otra vez, también nos acerca a la piedra que nos sostiene, que nos recuerda que nuestra esencia es "ser, y no saber nada, y ser sin rumbo fijo". La piedra en el camino es el camino. Y, a veces, también es piedra el caminante que mira, toca y pisa los musgos y los líquenes. 

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