Por
  • Andrés García Inda

‘Summum ius, summa iniuria’

Opinión
‘Summum ius, summa iniuria'
Heraldo

Suele decirse que a veces lo mejor es enemigo de lo bueno. Pero no es verdad. Lo enemigo de lo bueno es lo malo y si algo va a empeorar las cosas es que no es mejor. Lo contrario es una forma elegante de decir que por muy puros que sean los deseos o las intenciones, las decisiones que tomamos cuando queremos mejorar las cosas pueden estar radicalmente equivocadas y, lejos de alcanzar su propósito, lo que consiguen es lo contrario: estropear lo que funcionaba o hundir lo que se mantenía a flote. Ya se sabe que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Y a veces el error es más grande cuanto mayor es la integridad y elevación de nuestras ideas, tan descontaminadas de la realidad que no son solo irreales, sino tóxicas. Como el agua destilada que, precisamente por su ‘pureza’, resulta venenosa. A menudo esas ‘mejoras letales’, por llamarlas de alguna manera, son debidas a la inveterada y humana tentación de convertirnos en salvadores de los demás, sin su consentimiento, y a la ingenua idea de que tenemos la solución global y definitiva a la complejidad de lo total.

Me da la sensación de que una de esas trágicas paradojas va a venir de la mano de la llamada Ley Celaá y su propuesta de escolarizar en centros ordinarios, en el plazo de diez años, a todo el alumnado con discapacidad (¡y además sin incremento de gasto!). Sí, ya sé que la disposición del proyecto de ley que contempla esa medida no lo dice así de tajantemente, y hasta en eso me parece mal la norma, que se aprovecha de los recovecos del lenguaje normativo para anunciar vergonzantemente una medida que les resulta vergonzosa.

Temo que la propuesta de la ley, lejos de mejorar el aprendizaje de esos alumnos, no va a añadir sino sufrimiento y desazón a estos, sus educadores y sus familias. De hecho ya lo está haciendo, tan solo con la ambigüedad generada, en un entorno donde tan necesarias son la estabilidad y la seguridad. Puede que sea ‘buena’ la intención de los promotores de la norma, que buscan favorecer la mayor inclusión del alumnado, e interpretan que para eso lo mejor es que todos disfruten (o padezcan) el mismo tipo de escolarización. ¿Pero es eso deseable?, ¿y es posible?, ¿van a mejorar así las condiciones de los alumnos con discapacidad? Puede que en algunos casos sí –¡y en esos ya se está haciendo!– pero en otros muchos no. Muchos padres y educadores sostienen razonablemente que sus alumnos e hijos aprenden más y mejor haciendo otras cosas, en otros contextos, con otras dinámicas… y por eso demandan para ellos una educación especial, diferente a la del resto del alumnado. ¿Por qué no proporcionársela, cuando ya existe esa fórmula, a quienes más la necesitan?

Se argumenta también que el modelo de la total inclusión es bueno para el resto del alumnado, porque la presencia de niños con diferentes capacidades favorece la convivencia y el aprendizaje cívico de todos. Obsérvese que, con ello, lo que se defiende es la instrumentalización de los alumnos con discapacidad, utilizándolos como un recurso al servicio de los intereses de los demás, aunque a lo mejor esos niños pudieran estar mejor en otro sitio, haciendo otras cosas...

Hay quienes dicen que de no llevarse a cabo así la integración de los alumnos no se respeta el derecho a la educación (aunque algunos de quienes así piensan luego se apresuran, para compensar los déficits de la integración, a matricular a sus hijos en actividades extraescolares y clases particulares donde estudiarán en grupos diferenciados según niveles de conocimiento). ‘Summum ius, summa iniuria’, se dice en Derecho, desde que Cicerón popularizara la frase, para indicar que la aplicación extrema de ley, sin atender a las circunstancias, puede derivar en la máxima injusticia; o que una justicia sin matices no es justicia. Sabemos que el igualitarismo radical es fuente de desigualdad; y en el mismo sentido la inclusión ‘total’ puede convertirse en la vía más segura para la exclusión. Por eso necesitamos también de la equidad, que consiste en tratar igual lo que es igual y diferente lo que es diferente. Por más que lo intentemos, ese trato diferenciado nunca será perfecto, completo y total; no siempre puede llevarse al límite (salvo sobre el papel de la ley, que todo lo aguanta). Cuidemos, por eso, las conquistas alcanzadas, no vaya a ser que la obsesión por alcanzar la perfección de lo ideal arruine el compromiso con la inevitable imperfección de lo real.

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