Sonrisas ilegales

Opinión
'Sonrisas ilegales'
Pixabay

Al notar que quien la seguía la observaba con cierta insistencia, lo saludó levantando la barbilla y le preguntó si se conocían de algo. Él contestó que no, que el caprichoso destino había querido que sus vidas se encontraran justo en ese instante y de ese modo, en la fila, en plena calle, de una oficina postal. Y añadió que llevaba un rato imaginando la sonrisa que habría debajo de esos ojazos suyos. Ella no dijo nada. Hizo como que no había oído el requiebro, que le pareció inoportuno, cursi y manido. En cambio, sí le agradó la voz de su emisor y empezó a fijarse en otras cualidades suyas que saltaban a la vista. Entonces le llegó el turno y entró en el edificio, no sin antes dedicarle al nuevo admirador una mirada con la que alimentar su esperanza.

El segundo acto fue un rato después, en el banco de una avenida, sin tocarse, sentados sus veraniegos cuerpos a un metro y medio el uno del otro, una distancia idónea para observarse mutuamente, sin que sus recíprocos escrutinios a lo largo y ancho de sus fisonomías resultaran indelicados. Mientras, charlaban de asuntos que, graves o banales, duraban poco. Tan pronto surgían, la emoción compartida los hacía desaparecer.

En el tercer acto, concebido como el primero de infinitos otros, llegó el momento que habían elegido para romper la distancia y desnudarse los rostros, cada cual el suyo, solemnemente, pues hacerlo para lo que lo iban a hacer infringía una sagrada ley sanitaria. Por eso, sus sonrisas desnudas fueron como la "sonrisa ilegal" de la canción de John Prine, pero literalmente, es decir, sin la máscara de una metáfora.

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión