Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

El mañana (digital) ya está aquí

Opinión
'El mañana (digital) ya está aquí'
POL

El economista Daron Acemoglu se hizo famoso en 2012 por su ensayo ‘Por qué fracasan los países’, en el que concluía que la calidad de las instituciones es clave en el progreso de las naciones: su carácter inclusivo o extractivo diferencia el éxito del fracaso. Ahora, el profesor del MIT propone cuatro posibles escenarios para el futuro inmediato. El primero es el de la pasividad: las democracias no hacen nada para reformar las instituciones, para abordar las desigualdades económicas y sociales, para recuperar la confianza pública. El segundo escenario es el del poder autoritario, pero eficiente: por influjo del modelo chino, la sociedad tiende a pesar que solo un gobierno fuerte puede protegerle de un enemigo poderoso. La tercera opción es la tecnocrática, la del dominio tecnológico o ‘servidumbre digital’, sustentada en que las grandes tecnológicas son las más exitosas en la lucha contra el coronavirus. El cuarto escenario es lo que denomina ‘el Estado de bienestar 3.0’: una evolución del Estado de bienestar clásico que incluya una red de seguridad social más fuerte, una regulación más inteligente y un gobierno más efectivo.

Acemoglu apuesta por el cuarto escenario. Sin embargo, este exige una movilización de las élites y de las ciudadanías que está por ver que se vaya a producir. La que sí sigue consolidándose es la tercera opción: la digitalización. En apenas tres meses se ha multiplicado exponencialmente la dependencia de la mayoría de las personas de las aplicaciones digitales, plataformas y dispositivos electrónicos: teletrabajo, formación online, relaciones sociales, ocio, compras… De hecho, el extraordinario acelerón en el proceso de la digitalización es hoy la consecuencia más evidente y relevante de la crisis de la covid-19. ¿Qué supondrá este cambio de paradigma? Los tecno-optimistas esgrimen que internet nos ha permitido sobrevivir a la pandemia en mejores condiciones que hace un siglo. A cambio, pensadores como el germano-coreano Byung-Chul Han creen que nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. Y el propio Acemoglu admite que probablemente las grandes tecnológicas serían más eficientes que los Gobiernos en la lucha contra el coronavirus, pero advierte que su victoria en esta contienda las liberaría de cualquier control público y esas compañías privadas acumularían cada vez más poder.

Las grandes compañías tecnológicas, tanto estadounidenses como chinas, han desarrollado la ‘economía de la atención’. Pusieron el mundo en manos de los ciudadanos y prometieron no cobrarles nada si a cambio les regalaban su atención. Las personas son el producto: cuantas más horas permanecen navegando por sus redes, más datos obtienen sobre su manera de ser, sus deseos y sus pensamientos. Son datos valiosos que luego venden al mejor postor, sean empresas o sean partidos políticos. De este modo, Google, Facebook y Amazon saben más de nosotros que nosotros mismos y así pueden modificar nuestro comportamiento.

El poder de estos ‘gigantes’ crece de forma imparable. Sus herramientas son casi omnipotentes, hasta el punto de que Facebook ya podría reemplazar a la CIA. Y su dinero es casi incalculable, como lo acaba de demostrar Elon Musk relegando a la NASA en los viajes espaciales. Esta semana, en plena oleada de protestas raciales, Amazon ha anunciado que prohibirá a la policía de EE. UU. usar su tecnología de reconocimiento facial. Es la última evidencia de que ellas y los numerosos líderes autoritarios (Trump, Xi, Putin, Erdogan, Bolsonaro, Maduro, Jamenei…) tienen a su alcance el control de los ciudadanos mediante las cámaras con reconocimiento facial y la electrónica doméstica. José María Lassalle, exsecretario de Estado de Cultura y de Agenda Digital, lo explica en ‘Ciberleviatán: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital’: al dejar más y más huellas en la red, los ciudadanos van desprendiéndose de su libertad y la delegan a un algoritmo sin control que va pirateando su conciencia predisponiéndolos, a través de las ‘fake news’ y la adicción a las aplicaciones, a una tiranía que se impone sin violencia.

El viejo debate sobre la bomba nuclear ya dejó claro que la ética de la tecnología no depende de ella misma sino del que la usa. Ahora, tecno-optimistas y tecno-pesimistas están de acuerdo en que la actual revolución digital (inteligencia artificial, computación cuántica, 5G, robotización…) exige una regulación, un código ético. Hay que limitar el tecnopoder para dirigir desde la política democrática las sociedades digitales en las que ya vivimos. 

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